Revista Axxón » «Atrahasis», Daniel SanMateo - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 



 

 

México  MÉXICO

Gott ist tot.

—Friedrich Nietzsche

Tras la creación del cosmos, la explosión primigenia de donde había aflorado toda la energía y todas las estrellas y todo el polvo material, la ruptura del huevo como los dioses nuevos llamarían al suceso, sucedieron en secuencia rápida los grandes hechos, origen de la flecha del tiempo y los cuadrantes del espacio.

Ampliación

Ilustración: Pedro Bel

Aquellos dioses, en concilio, los cuatro originales, cada uno abarcando con su totalidad un sector de las galaxias infinitas, discutieron los principios del universo y sus leyes esenciales. Necesitaban generar el orden de los cuerpos celestes y determinar su atribución.

Las discusiones se dieron de forma sincrónica e incomprensible para cualquier mente no divina, las ideas hechas un magma homogéneo sin distingo posible, los dioses ideando principios y leyes sin esperar respuestas. Era todavía el momento donde las ideas fluían de uno a otro sin retardo, flujo constante de energía cuántica, partículas y ondas en un mar del pensamiento total.

Uno de los dioses convocó el concepto de final.

Justo en el acto surgió el tiempo como una flecha disparada por el arquero cósmico. El final plantado y el concepto de inicio comenzando del otro lado de la trayectoria, trazo ágil que indicaba una dirección en la cosmografía y la erosión inexorable de la materia, la entropía radical de todo.

Tras el primer acuerdo, la discusión tuvo un cauce secuencial, cada dios presentando nuevas ideas de forma escalonada, dando respuesta y ampliando los alcances de cada una. Rebotaban las ideas en sus opuestas y se refinaban como una savia hasta destilar su esencia misma. Surgían así las leyes universales, el tablero de control del universo extenso, la vibración inagotable.

Pero llegó un punto donde las ideas hallaron sus fricciones contrarias y ninguno de los cuatro dioses quiso otorgar.

El primero, hecho de luz transparente, alzó la espada de fuego contra el otro y los otros dioses, ante la afrenta manifiesta en su campo de visión, desenvainaron sus espadas a su vez.

Fue tarde, sin embargo, todavía no acostumbrados a la celeridad temporal, pues el primer dios atravesó al otro por el corazón de su ser. Cayó ese dios aniquilado, su verbo derramándose por el espacio.

Y entonces sólo quedaron tres.

Los restantes absorbieron la sangre de su hermano acaecido y su sabiduría se hizo una con sus cuerpos de luz.

La triada divina acordó nunca más derramar la vida de los otros. Sellaron su pacto con la promesa del sacrificio y fundieron las espadas en la hondura del espacio material, el hoyo negro en el centro de la eternidad.

Las espadas arrojaron esquirlas brillantes, como luciérnagas en la noche negra, y volaron en todas las direcciones cardinales. Serían cometas interestelares, vagarían sin fin por el cosmos entero como un recordatorio de la furia y de la destrucción.

Prosiguieron los dioses con las discusiones ordinales y cada uno aceptó una misión.

El primer dios controlaría lo etéreo, el espíritu inmaterial que da la vida con el primer influjo y que da la muerte con la última exhalación.

El otro dios controlaría la materia visible, el polvo infinitesimal de donde todo cobraría forma. Regiría sobre los astros de toda índole, las rocas frías del espacio, las bolas de fuego en la noche eterna, las montañas y los valles y toda la materia hecha de carne, lo vegetal y lo animal.

El último dios sería amo de la sangre, ese caudal vivificante que irriga y nutre la pulsación del corazón del cosmos. La sangre de cada creatura y de cada estrella hilada en el manto estelar. La sangre para comunicar el amor y el odio.

Con esas labores encomendadas, el universo tuvo orden y regla. Nunca caería en el caos ni en la negrura de la nada.

Los dioses descansaron del concilio, soñaron los sueños de la noche y en el mundo onírico sintieron el poder de la creación.

Con la mañana naciente, la estrella central en el horizonte visible, descansados, uno de los dioses se puso en acción.

Poblaría el universo de creaturas.

Así que imantó hacia sí los fuegos de la explosión genética y formó con ellos una plétora espiritual. A cada creatura le otorgó un rostro dibujado con el reflejo del cristal, cada una obtuvo un color del espectro visible y todos los poderes que lo habitaban en su seno.

Las creaturas, mensajeros del creador, tomaron orden y descendieron a la materia. Tomaron las células de toda la carne y formaron los objetos que poblaron el mundo.

Así comenzó la era de los mensajeros y con su simiente dieron vida a todo lo que antes no la poseía. Fue el tiempo de la poética vital y los campos tronaron de verde y las montañas rebosaron de la pulsación de la carne.

Pronto, las creaturas crearon seres, multiplicaron el movimiento, vibraron en una harmonía de cuerdas esféricas con una sola canción cantada sin cesar. El mundo estalló en una polifonía de formas y colores que no tenía parangón.

Pero el fin existía desde el inicio y la creación creadora llegó a término con el cansancio de los mensajeros.

Así que decidieron crear nuevos seres, idénticos a sí, para que labraran las tierras embarazadas de vida, para que alumbraran el fruto contenido en su raíz. El canto dio paso a la siguiente era.

Los nuevos seres se hicieron cargo de las cosechas y aprendieron a domesticar los animales, generaron un ganado fuerte y cultivaron los granos gordos y dulces. Con esa bonanza, sintieron la confianza del poder. Se juntaron los seres entre sí y dieron luz a más seres de su especie. Incrementaron su número, poblaron el mundo hasta los confines.

Los dioses, aletargados por el sopor del idilio creativo, miraron todo con creciente expectativa hasta que los poseyó un terror naciente.

Su cosmos ordenado se quebraba en las costuras, el desequilibrio del exceso, la pluralidad desaforada.

Así que uno de los dioses exigió el final del signo original, de donde todo el resplandor irradiaba para derrotar a la oscuridad.

El dios activo comprendió que no existía otra solución. De no poner el punto final, la creación desbordaría y los seres de carne se expandirían hasta alcanzarlos.

Optó por la purificación de las aguas, diluir la sangre con la lluvia diluvial, cubrirlo todo, hacer el mundo un mar y que todo feneciera en un ahogo. Así que punzó una nube de aguas infinitas y ésta se derramó sobre las cabezas de los seres.

Pero el tercer dios, que gustaba de saberse acompañado por el ejército celestial de segunda creación, agradaba también el trajín de esos seres meticulosos, sus esfuerzos transformativos, su surcos como escritura sobre la tierra. Veía la erección de montañas artificiales donde las pequeñas flamas bailaban en el pábilo de velas que se encendían como ofrenda. Era un lenguaje sagrado y silente que nombraba los nombres eternos del principio y del fin de todo. Alfa y omega, cero y uno, un tributo hecho con el fuego del sacrificio.

Por eso bajó con antelación y al oído susurró la verdad.

Atrahasis, que descansaba en su cama de heno y pieles de tigre, escuchó la voz cristalina en un sueño. Al abrirse, sus ojos captaron la luz del día y su sangre irrigó sus células y sintió el vigor de los músculos templados por el trabajo. Construiría un arca de salvación.

Atrahasis convocó con el humo ceremonial a las creaturas de espíritu y tras la narración de los fortunios oníricos supieron del destino trágico de su propia creación. No permitirían que eso sucediera, no habían creado con su canto el mundo para que la nada lo deglutiera en un bocado.

Atrahasis dibujó los planos de la nave y los cubitos se armaron con la potencia del mensaje. El dibujo tomaba forma, lo ideal se hacía carne.

El arca fue cubierta con bitumen dragado de la montaña de Ur. Las lluvias torrenciales cayeron por meses y los seres que habitaron el mundo se diluyeron como un fango marrón. Su influjo regresó a los mensajeros que lloraron las lágrimas de la destrucción de los ciclos mortales. Era la purificación de los mundos, el agua fungía como el fuego de la espada de la muerte.

Atrahasis y su familia resistieron en la caverna del arca los embates del oleaje. Resistieron el mareo y resistieron el hambre y la sed. Consigo los animales y las plantas rescatadas, a la deriva del mar convulso hecho de olas que espumaban hasta el cielo.

Tras el tiempo que se eternizó, las aguas recuperaron la calma.

Atrahasis rompió el sello de la embarcación y mandó al vuelo al cuervo albino, mismo que regresó tras tres días con una rama de ciprés.

El arca encalló en la montaña sagrada y Atrahasis y toda su familia desembarcaron con cuidado.

En la ladera de la montaña de Babel, con su cima inconmensurable, ofrecieron un holocausto vivo con la miel de las abejas salvajes, la mirra de los árboles del interior del arca y el ambergris de las ballenas que nadaban en las aguas.

El humo aromático inundó la casa de los dioses y el primer dios cayó en cuenta que su plan había fallado.

Convocó al segundo dios para corregir el hecho, pero el tercer dios se opuso.

Bajaron los tres entonces, escoltados por los coros mensajeros, rodeados del canto glorioso y del poder de la creación y de la destrucción.

Nosotros hemos dado el orden al cosmos, las reglas naturales que determinan el movimiento de los astros. Hemos destruido para crear, toda nuestra huella se expande a lo largo y ancho del universo, su vibración es el vestigio de nuestra voz, la potencia de nuestra energía, nuestro espíritu infinito que hace que todo vibre con la luz de la vida.

Nosotros hemos creado a los mensajeros para expandir nuestra obra. Nuestra obra.

Pero ustedes son creación de lo creado, un salto cuántico de la improbabilidad de las posibilidades.

Atrahasis escuchó con la mirada fija en los dioses. Habían bajado al nivel del polvo, pisado la impureza de la vida inferior.

Y después, Atrahasis miró a su familia, su esposa con el corazón enorme y la piel del color de la leche. Miró a su hijo mayor, su cuerpo una copia del suyo, su mirada triste, pero sus brazos fuertes y claros. Sería un ser portentoso, la apertura de un linaje de sangre limpia. Miró a su hija como un cordero de paz, su sonrisa grandiosa que recorría el firmamento. Su hija una pequeña diosa aunque fuera de la finitud de los seres creados.

Y entonces Atrahasis se postró ante los dioses, pero al hacerlo sintió el mensaje en su mente.

Y supo todo en el acto, cada reino en su lugar.

Así que con un movimiento veloz, la celeridad que nunca los dioses entendieron, con el cuchillo de bronce forjado en los calderos humanos, de un solo tajo, cercenó la mente de los dos primeros dioses. Sus cabezas divinas rodaron sobre el fango negro y sus ojos blancos brillaron en su propia noche.

El tercer dios quedaría. Su eternidad protectora recorrería la historia. Y le serían ofrendados los actos y se regocijaría de ellos como un padre y una madre que ve crecer a sus hijos.

Y la creación, la verdadera, comenzaría ahora.


Daniel SanMateo es mexicano. Filósofo y escritor de género y literatura infanto-juvenil. Autor de Luciérnagas en el desierto (Bambú, 2012), Los Ángeles es una escena del crimen (IMC, 2012), Nunca más serás tan joven como ahora (GYRE, 2016). Fundador del Grupo Literario Anacreónticos. Publica el blog de poética https://poiesisdesanmateo.blogspot.com/

Deja una Respuesta