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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

Archivo de la Categoría “227”

ARGENTINA

Las tres de la mañana. Retiro y la ciudad entera dormían bajo una densa niebla invernal. Una vez que llegaron a la plaza San Martín, los hombres de la Municipalidad descargaron de los camiones bolsos con poleas, picos y palas. Nadie a la vista, apenas algún que otro ciruja machacando pulgas a puñetazos.

Por el flamante decreto presidencial de suma necesidad y urgencia, quitarían todas las estatuas de los falsos ídolos y las reemplazarían por los verdaderos héroes de la nación.

Bruno se ajustó el overol y rodeó el monumento al General. Lo impresionó la imagen del prócer: soberbio sobre su caballo, señalaba el camino a sus soldados con el brazo derecho en alto. Enteramente en bronce, escrutaba el horizonte desde una base de cinco metros de granito rojo, erigida sobre escalones.

—¿Las vamos a sacar a todas? —preguntó Bruno apreciando a los costados del basamento distintos grupos de figuras. Las reconoció a simple vista, para algo le había servido su casi licenciatura en Historia: La Partida, La Batalla, La Victoria y El Regreso.

—No, sólo el caballo con el tipo —dijo el Jefe.

Mientras los hombres disponían las herramientas, Bruno recordó el Cruce de los Andes. Por un instante se le ocurrió que el frío que le arañaba la médula era el mismo de aquellas nieves eternas que el General había doblegado.

En el frente del fuste y debajo de la figura ecuestre, el dios Marte se veía feroz.

El ruido de los pasos de la cuadrilla «Luciana Salazar» produjo un extraño eco en la madrugada desierta. Buenos Aires esperaba tranquilamente a que el ganado despertara, desayunara, empezara la jornada de esclavitud. Bruno lo sabía: la Ciudad tramaba algo. Horas después la invadirían. Las bestias pisotearían sus plazas, atestarían sus calles de gritos y de basura. Se le revolvieron las tripas y lo asaltó una repentina acidez, acaso por un indefinible presentimiento.

Odiaba salir a patrullar con todos esos brutos. ¡Cómo lamentaba haber abandonado la carrera! Pero la plata no le había alcanzado para estudiar, y un buen día terminó trabajando en esa pocilga de mafiosos.

—Hace un frío de muerte —dijo uno.

—¿Alguien tiene un cigarrillo? —preguntó él—. Me estoy helando.

La niebla apenas le dejaba vislumbrar las caras de los hombres. Pitando, se dijo a sí mismo que nunca podría tocar esa estatua. ¿Quitar de su sitial a un prócer venerado por tantas generaciones de sensatos? ¡Qué locura! Era como si en verdad lo arrancaran del espíritu de la Ciudad —así, con mayúsculas, como a él le gustaba llamarla.

Los demás reían, intercambiaban chistes, hablaban al mismo tiempo de una retrola que se había lanzado para diputada tras haber ganado «El baile del caño» en un programa de la tele.

Pero Bruno no podía quitarle los ojos de encima al General.

—La verdad —dijo— nunca me imaginé que podíamos llegar a esta aberración. ¿Remover un monumento que simboliza la causa libertadora del más puro de todos los héroes?

—No sabía que Bruno era un romántico —dijo alguien con malicia.

—Es que el General es mi héroe favorito. Y así no se debe tratar a los héroes de la patria. Me parece una falta de respeto, por decirlo suave.

—Basta de estupideces —interrumpió el Jefe—. Saquemos esto de acá de una buena vez y vayamos a desayunar.

Se pusieron en movimiento, con un leve ruido de metales. «¿Habrán sonado así las espuelas, las bridas y los aparejos en el cruce de Los Andes?», se preguntó Bruno.

—Hoy ya no necesitamos héroes de piedra y bronce, ¿entendés, pibe?

Era la voz del Jefe, sorbiendo mocos.

—Viejos ídolos —seguía diciendo—, cascajos. A ochenta años de democracia, hoy tenemos ídolos de carne y hueso, que nada tienen que ver con la Patria y todas esas pavadas que te enseñaban en el colegio. ¿Me explico?

—Cuando todavía había colegios —dijo Bruno—. Y una vez que la saquen… ¿qué van a poner en su lugar?

—Y a mí qué me importa. ¿A quién puede importarle?

Durante dos horas la estatua fue apaleada, palanqueada, empujada con la fuerza de todos los hombres. Hasta con un hacha intentaron cortarla por la base.

Y no consiguieron nada. No se movió ni un centímetro siquiera, soldada quizás a un invisible pasado de Buenos Aires que se resistía a morir.

Cuando no lo veían, Bruno le hizo una reverencia al General y acarició el caballo. La pobre estatua terminó con un cortafierro insertado en la base, que le había prestado al Jefe uno de los muchachos.

Después de haber usado en la tarea todas las herramientas que habían llevado —grúa incluida—, llegaron a la conclusión de que la estatua era inamovible. Desconcertados, todos fruncían el ceño. A pesar del frío, apestaban de sudor. Se habían quitado las camperas y se habían dejado caer en los escalones del monumento, exhaustos.

La niebla ya dejaba entrever las caras, los árboles de la plaza, los detalles de las cosas. Y entonces Bruno notó algo.

—Es extraño —dijo—, pero creo haber visto… No, mejor no me presten atención.

—Vos siempre en la luna, pendejo —le dijo uno de los veteranos, y completó entre el índice y el pulgar la bola de moco que venía forjando.

Se oyeron risas, murmullos. Nadie le siguió el tren al viejo, demasiado cansados como para opinar sobre el «pendejo».

Pero Bruno se quedó mirando fijamente la estatua. Él sabía que tenía razón, que algo había cambiado.

«Tal vez fue la niebla», pensó. «Pero juro que ahora hay un brillo profundo en los ojos del General. Es como si… como si hubiese despertado».

Era cierto, él bien lo sabía: cuando llegaron, los ojos de la estatua estaban cubiertos de tierra, como cerrados.

—¡Estatua del orto! —el Jefe se había alejado un poco para hablar por radio a sus superiores, informarlos de la fallida misión—. ¡La que me espera en la oficina! ¡Esto es ridículo! —alzó los brazos llamando al grupo y pronunció las palabras que todos querían escuchar—: Vamos, muchachos, se terminó por hoy.

Y fue a sacar el cortafierro que aún tenía clavado el General.

Y entonces sucedió: lanzó un grito de horror tan fuerte que tembló la ciudad entera.

—¡Ayyyyyyyyyy! ¡Malditaaaaa! —dijo, y se desplomó en los escalones rojos del monumento.

Bruno vio sangre por todos lados. Sosteniéndose un brazo y a punto de desvanecerse, el Jefe lo miraba con ojos aterrorizados, brillantes de lágrimas. Entonces él comprobó que a aquella bestia le faltaba la mano derecha: rojos jirones de carne se sacudían en el viento de la madrugada.

Ilustración: Tut

—¡Fue el caballo! —gimió el Jefe—.¡El caballo de ese maldito me aplastó la mano! —y se desmayó.

—Pobre Jefe —dijo uno—. Ya delira y todo.

Minutos después se llevaban en la ambulancia al herido, y Bruno advirtió que del casco del caballo se deslizaba un coágulo granate.

Al día siguiente fue enviada otra cuadrilla a realizar la misma tarea que había fracasado, según el Municipio, a causa de vagas supersticiones. Los acompañó Bruno y un historiador, especialista en monumentos, quien comprobaría que las estatuas no se pueden mover ni han sido nunca acreedoras de poderes infernales, según había vociferado el Jefe al despertar.

Pero no hubo necesidad de mover un solo dedo, porque lo que vieron cuando llegaron fue insólito: el caballo del General San Martín tenía las cuatro patas apoyadas en el granito. En la mano izquierda, El General sostenía el sable corvo. Y con la derecha señalaba en dirección a la Casa Rosada.

El historiador fue el primero que salió corriendo al percatarse de que el dios Marte yacía sentado en los escalones y de que La Victoria tenía las alas plegadas.

Algo semejante ocurrió cuando quisieron quitar la estatua del Brigadier General Juan Manuel de Rosas de la Avenida del Libertador y Sarmiento. A fuerza de varios intentos, uno de los hombres fue aplastado por la ancha grupa del caballo. Y el Restaurador sonreía.

Las estatuas se están rebelando —escupía una rubia desde la pantalla del televisor—. A esa conclusión llegaron altos dignatarios del Ministerio de Información Educacionativa.

«Ja», se dijo Bruno. «Ahora que me llamen pendejo».

Hay alerta roja —seguía diciendo la del noticiero—. Se reciben a diario decenas de denuncias al respecto en varios puntos de la Capital Federal y el Gran Buenos Aires. Tenemos a varios compañeros entrevistando gente por las calles de Buenos Aires, a ver si podemos aclarar esta situación. Adelante el primer móvil desde Almagro, por favor…

En el televisor irrumpió un muchacho encajándole el micrófono en la boca a una chica con pinta de estudiante de Filosofía y Letras.

—Ayer —decía la entrevistada, sin dejar de llorar—,a las dos y cuarto… Eran las dos y cuarto de la mañana, ¿sabe? Bueno, estaba yo esperando un taxi en la esquina de las avenidas Gaona y Díaz Vélez. Estaba llorando porque acababa de romper con mi novio. Entonces me apoyé en el monumento del Cid Campeador, un poco por la tristeza, otro poco para cubrirme del viento helado. Entonces fue cuando sentí una voz que recitaba, en un idioma un tanto extraño pero no totalmente desconocido, lo que supuse eran versos de algún antiguo poema. Observé a mis alrededores pero estaba completamente sola en la calle. Era una voz metálica, grave, ceremoniosa. ¡Qué susto cuando me di cuenta de que quien recitaba era la estatua! ¡Rodrigo Díaz de Vivar hablando desde las profundidades de mármol y de bronce! ¡Hablándome a mí!

La imagen volvió al estudio de televisión:

—Bueno, ustedes mismos juzgarán la gravedad de estos hechos. Las estatuas de Buenos Aires se resisten a ser reemplazadas por modelos publicitarias, futbolistas y políticos. Se están formulando varias hipótesis, pero no tenemos autorización para hablar sobre ello. En la Cadena Nacional de la noche, el presidente de todos los argentinos nos dirá qué está pasando. Mientras, se ruega a la población que no salga de sus casas.

Bruno cambió el canal. En otro noticiero se reportaban agresiones y muertes terribles. Tres drogadictos, recién salidos en libertad condicional, habían muerto en la plaza Alsina, en Morón, la pasada madrugada, por alguien revestido de metal, según contaron a la policía dos tipejos con lanas hippies. Una gran figura los había estrangulado uno por uno. Y después había vuelto a su pedestal.

Bruno cambió de nuevo. Ahora entrevistaban a un psicólogo. El Dr. Lorenz afirmaba que el problema de las estatuas tenía un sustrato psicológico arraigado profundamente en el inconsciente. Este sustrato alteraba la carga de la prueba, y se prefería culpar a objetos inanimados que «hacerse cargo» y enfrentar a las personas que dañaban el consciente. O sea: nada de ese asunto era real, sino pura fantasía, histeria colectiva.

Pero Bruno sabía muy bien lo que había visto: los ojos ardientes del General, los cascos cubiertos de sangre, el sable corvo empuñado con firmeza, el brazo señalando un horizonte distinto.

Más tarde hablaba en cadena el presidente de la nación, a la sazón máximo representante de la AGLA (Alianza Gay de Latinoamérica).

—Queridos y queridas, ante todo les pido que mantengan la calma. Aún no hay explicaciones concretas para lo que está ocurriendo, pero mi gabinete supone que se trata de algún ataque extraterrestre. Si tuviésemos ffaa, las enviaríamos a los puntos más críticos, pero como las hemos erradicado para siempre, como se debe arrancar la cizaña, claro está, todos los ciudadanos y ciudadanas deben permanecer en sus casas y no concurrir a ninguna plaza ni parque cuando cae el sol. Se estima que estos anacronismos sólo atacan de noche, así que pueden ir a trabajar y concurrir a la cancha. Repito, no se suspende el Torneo Clausura. Por medio del decreto nº 9957948579457 de necesidad y urgencia, se destruirán inmediatamente todos los monumentos de los mal llamados próceres que hubiera en la provincia de Buenos Aires. Les deseo mucha suerte y unas buenas noches, argentinos y argentinas.

Esa misma noche, el último grupo que quedaba en pie de la Juventud Nacional, repudió el decreto a través de pintadas por toda la ciudad y se organizaron para montar guardia en los distintos monumentos.

Lo que siguió puede encontrarse en cualquier libro de Historia del siglo XXI:

En los días posteriores a esa noche, todos los intentos de quitar y destruir las estatuas fracasaron.

Después de reportarse serios incidentes entre el grupo de los nacionales (apoyado claramente por los próceres) y los cuadrilleros de la Municipalidad, ya nadie quiso hacer el trabajo.

Al ver que resultaba imposible controlar la insurgencia de las estatuas y de su grupo de apoyo, se pidió ayuda militar a Bolivia: cientos de soldados arribaron a la capital. Pero los lanzagranadas, las ametralladoras, los tanques fueron inútiles contra las estatuas. El grupo nacional se mantuvo oculto, operando desde un búnker.

No se reportaron casos en otras provincias, aunque la gente ya no iba a los parques, y los chicos jugaban sólo en los clubes o en los patios de las casas. La provincia de Buenos Aires agonizaba, derrumbada y desierta. Sólo permanecieron firmes las estatuas, que exhibían superficiales heridas de guerra.

Asimismo, los diarios dieron cuenta de la situación:

Han pasado dos meses desde que el Jefe de la cuadrilla «Luciana Salazar» perdió la mano en la Plaza San Martín, bajo la acción justiciera del General.

Son las tres de la mañana. Desde su pieza, Bruno relee por tercera vez la Batalla de San Lorenzo: la impecable estrategia del Coronel de Caballería; los granaderos arremetiendo con sus sables contra el enemigo; el caballo de San Martín herido por una bala; el sargento Cabral, que salva honrosamente la vida del Libertador; las tropas realistas, que se arrojan al río Paraná huyendo de Díaz Vélez y Cabral.

Y entonces oye un redoble de tambores, un clamor… y se asoma al balcón y…

¡¡¡Decenas de estatuas caminan con pasos pesados y lentos por la calle Piedras!!!

Bruno baja las escaleras corriendo. Ya en la vereda, puede verlo con sus propios ojos: las estatuas marchan con un chirriar de bronces, la calle se hunde al paso de los próceres, se raja el pavimento. Distingue las estatuas del General iluminadas por la luna, todos los Sanmartines de Buenos Aires marchando a caballo.

Bruno los sigue. ¡Hermoso! ¡Qué hermoso todo un ejército de bronce luchando por la patria perdida!

Y las estatuas sólo caminan, relumbran en la oscura y fría madrugada, fieros los ojos, firmes los caballos, los cascos retumbando como un canto de guerra. Detrás de ellos marcha el Cid Campeador recitando poemas heroicos con una voz que parece provenir del Empíreo.

Cuando llegan a Retiro, se les une el San Martín de la Plaza y el dios Marte, que entonces se pone a la cabeza enarbolando la espada.

Toman por Santa Fe. Siguen marchando lento, con música de metales. A medida que avanzan, se van sumando a la procesión más y más estatuas.

Ahora discurren por la Libertador. Rosas sale al encuentro, detrás lo escudan los chicos y chicas del grupo de los nacionales, como si fuesen los mismísimos Colorados del Monte. El Restaurador se une cabalgando al lado de los Generalísimos. Cruzan miradas cómplices, sonríen. Los primeros rayos de sol que se derraman por la broncínea frente del General lo obligan a entrecerrar los ojos. Se destacan entonces aún más sus rudos pero nobles gestos. La gente se asoma por los balcones, sale de los departamentos para ver la procesión desde las veredas.

El tránsito ya es un caos. Se producen embotellamientos. Nadie se atreve a pronunciar palabra, ni a tomar acción contra las estatuas. Más bien tienen miedo: esas miradas de bronce ardiente son justicieras, acusadoras. Los ciudadanos se suponen cómplices de algo terrible. Pero pronto vuelven a sus livings, a sus pantallas Big Brother, de recepción y transmisión.

Y los próceres siguen marchando, se van vaya quién sabe adónde. ¿Se van, acaso, a algún lugar donde no los humillen? ¿O se repliegan, quizá, para formar un ejército y volver y luchar?

Bruno sospecha esto último. Quiere creerlo. Sonríe. Lo asalta una sobrecogedora esperanza. En su mano aún aferra el libro de historia.

En todos los televisores encendidos, grandes y chicos se unen alegremente para ver el comienzo de la programación de siempre.

María Laura Sánchez nació en 1980 en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Estudió Filosofía y Letras en la U.B.A. Asiste desde el año 2006 a los talleres de poesía y narrativa de Marcelo di Marco.

Menciones y premios destacados: En el año 2008 obtuvo mención de honor en el Certamen Internacional de Junín País 2008 con el poema «¿Dónde estás?». Participó en la antología de dicho certamen con la publicación de cinco poemas. Su poemario Cristales Vampíricos obtuvo mención especial en el VI Concurso Nacional Macedonio Fernández. Sexta Mención especial en el Premio Nacional de Literatura – Tres de Febrero 2009, con el poema «Premonición». Participó en el libro-antología de dicho certamen. Un jurado internacional otorgó a su poema «Fénix» el 2do Premio en el concurso PREMIO MOROSOLI INSTITUCIONAL 2009, 2ºs Juegos Florales del Siglo XXI, organizado por Movimiento Cultural aBrace, de Uruguay. Mención de Honor en el VII Concurso Hespérides de Cuento y Poesía. Primera Mención en el II CERTAMEN NACIONAL DE POESÍA RAMON EMILIO CHARRAS. Semifinalista en el concurso del Centro de Estudios Poéticos, de Madrid. Con la obra Primera Sangre obtuvo el Primer Premio en el Certamen Nuevas Promociones SESAM de Poesía 2010, organizado por la Sociedad de Escritores de San Martín.

Es miembro de La Abadía de Carfax, círculo de escritores de horror y fantasía, y secretaria de redacción del diario informativo cultural Fin, de elaleph.com.

Esta es su primera participación en la revista.


Este cuento se vincula temáticamente con LA RAZÓN DE LAS ESTATUAS, de Ariel S. Tenorio; ESTATUAS ECUESTRES, de Óscar Sipán; EL AMANTE DE LAS ESTATUAS, de Ian Watson y TODOS LOS CAUTIVOS, de Daniel Flores.


Axxón 227 – Febrero de 2012

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Fantasía : Sociedad : Argentina : Argentina).