Revista Axxón » La canción de Maguerra, Alejandro Alonso (Novela, parte 3) - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

 

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2. El Club de los Sábados

 

If the wars of this century were fought over oil, the wars of the next century will be fought over water.

—Ismail Serageldin, Chairman, Consultative Group on International Agricultural Research (CGIAR), 1995

 

[En 2050] Preveo un nivel mucho mayor de conflicto internacional sobre el acceso a las fuentes de petróleo y agua, como en el área del Golfo Pérsico, la cuenca del Nilo, el Jordán y otros sitios. Los conflictos brotarán en muchos países, en la medida que diversos grupos (ya sea que se los defina por clase, etnia, tribu o religión) peleen por el control de la tierra cultivable, las fuentes de energía, el agua y así sucesivamente. Podremos ver niveles sin precedentes de migración internacional, en la medida que la gente se mueva desde lugares superpoblados o áreas golpeadas por las sequías a países con suministro adecuado de tierras y agua. En muchos casos, estas migraciones dispararán la resistencia violenta de quienes ya estaban viviendo en las áreas más deseables.

—Michael Klare,«Resource Wars: An Interview with Michael Klare», por Tamara Straus, AlterNet.org, 1 de mayo de 2001

 

A pesar de la promesa de Fleming, Lucio no regresó a su habitación. Antes pasó por la enfermería, en el martillo del pabellón tres. Sólo lo separaban cuarenta pasos de su habitación, pero no podía darlos: tenía los ojos vendados y el pie le molestaba bastante. Esta escala técnica irritaba a Lucio, no porque tuviera especial afecto por su habitación, sino porque sentía que para hacer borrón y cuenta nueva, necesitaba regresar ahí, al lugar de donde lo habían sacado. Como si allí estuviese su hogar.

En la penumbra, otro huésped le quitó las vendas y le revisó los ojos. Un tercero se dedicó a observar el pie a través de una lupa cuadrada, o al menos eso creyó Lucio. El tipo regulaba varias ruedas en el marco de la lupa, como si estuviese sintonizando una radio portátil, y deslizaba frecuentemente los dedos por la superficie del vidrio.

Lucio le preguntó si buscaba hongos.

—No, desde luego que no —contestó el huésped sin dejar de mirar la lupa—. ¿Está orinando bien?

—Sí.

—Puede ser que en algún momento orine de color verde. Es normal. Son los desechos de la reparación. Pulgas muertas.

—¿Pulgas muertas?

—Así es.

Hubo un silencio incómodo, al menos para Lucio. El doctor bajó la mirada y se concentró en la lupa —o en lo que podía observar a través de la lupa—, y de cuando en cuando tocaba el cristal, como si hubiera botones y diales que Lucio no podía ver.

—¿No se ensucia el cristal? —preguntó Lucio.

—No, claro que no.

—¿Qué está haciendo?

—Estoy diagnosticando.

—¿Está todo bien?

—Sí.

—¿Me presta la lupa? Quisiera ver…

—No, claro que no —interrumpió el huésped—. Soy doctor. Puedo usarlo.

—Yo también.

—Es muy delicado. —El doctor retrocedió unos pasos para que la lupa quedara fuera del alcance de Lucio. Con las manos le indicaba que se quedara quieto, como si temiera que Lucio fuera a atacarlo—. No es mala voluntad. Puede romperse y es el único escáner de mano que tengo. —Otros tres pasos hacia la salida, una sonrisa vacía—. Usa la reflexión tomográfica para ver en tres dimensiones la…

Dio media vuelta y atravesó la puerta.

—¿Mi pie está bien? —gritó Lucio desde la camilla—. ¿Puedo irme?

—Sí —respondió el doctor, alejándose—. Huesos, ligamentos, músculos, todo está bien. Está reparado.

—¿Cómo se llama?

El doctor no respondió. Pero Lucio al menos sabía su número: 218.

 

 

Fleming no le dio descanso. Apenas Lucio estuvo en condiciones de caminar, le pidió que lo acompañara en su ronda médica. Visitaron dos celdas del pabellón cuatro y luego volvieron a la enfermería para ver a los internados. Allí le encargó que fuera a ver a un tequi del pabellón dos.

—¿Yo solo? —preguntó Lucio.

—Sí. Parece que estaban revisando el generador y el tipo recibió una descarga —le explicó mientras le cambiaba las vendas a un paciente—. Se desmayó, pero ya recuperó la conciencia. Los compañeros dicen que está bien, pero quiero que vayas y lo veas con tus propios ojos. Si ves que el tipo no responde, está obnubilado, tiene quemaduras o chichones, me lo traés a la enfermería. Sino, decíle que mañana se dé una vuelta.

—¿Cómo se llama? —preguntó Lucio.

—Es el 115.

—Pero, ¿cómo se llama?

Fleming dejó las vendas sucias a un costado y lo miró a los ojos.

—Los nombres son importantes para mí —aclaró Lucio.

Fleming torció la boca. La sombra de la sombra de una sonrisa.

—Fue Pitágoras, ¿no? ¡Viejo loco! Vivió obsesionado con los nombres. —Le entregó a Lucio las vendas para que dispusiera de ellas—. Algunos huéspedes no eligieron nombre, y los porteros no los forzaron. Tienen el número y nada más. Alguna vez un portero me dijo que es mejor así. Que es más fácil empezar de nuevo si no te acordás de nada.

—¿Hablaste con los porteros? —preguntó Lucio con incredulidad.

—Son seres humanos, ¿no? Obedecen órdenes, como nosotros.

Fleming fue hasta otra cama y comenzó a auscultar un paciente. Lucio lo interrumpió.

—¿Y 115 tiene nombre?

—No sé. Preguntále… Tirá la venda a la basura.

Lucio no lo escuchó. Volvió a la carga. Su curiosidad, alimentada por semanas de oscuridad y silencio en el agujero, había tomado el control.

—¿No pueden ir al mercado de nombres? Pitágoras me dijo que hay un mercado de nombres. No sé qué quiso decirme. Pero si los huéspedes no tienen nombre…

—Regla número uno: No te metas en la vida privada de los huéspedes. Que no recuerden quiénes son no significa que hayan dejado de serlo.

—Asesinos, ladrones, violadores —enumeró Lucio.

—Así es.

—¿Serías capaz de matar? —preguntó.

El doctor Fleming se levantó y lo encaró con una sonrisa perversa. Lucio le sacaba una cabeza de altura y era mucho más corpulento, pero se sintió vulnerable.

—No sé, Vattuone. ¿Me estás probando?

—No.

Fleming se lo llevó aparte. Le sacó la venda de las manos y la arrojó con gesto de fastidio a un cesto de metal.

—¿Qué es lo que sabés de tu vida anterior? A ver, decíme.

—Abusé y maté a una alumna de mi clase de Biología. Ya maté una vez.

Fleming levantó una ceja. Si era una amenaza, había sonado escuálida. El monstruo asesino de dos metros no podía asustar al hombre que tenía enfrente.

—Sos un abusador —dijo Fleming con calma y en voz baja—, una mierdita que se cree dueño de los demás. Violaste y mataste porque tenías poder, pero un poder prestado por una institución. Fijáte lo que son las cosas: en esta institución no tenés poder. Acá te pueden romper el culo mientras te desangrás por el tajo que te abrieron en la nuca. No pasa muy seguido, pero pasa. —Fleming hizo una pausa. Giró la cabeza y se quedó unos segundos mirando la puerta que daba al pabellón tres—. Cuidáte, o vas a terminar como el viejo. No te metas en la vida de los pacientes.

Lucio no supo qué contestar.

Fleming le sostuvo la mirada y sólo habló cuando Lucio bajó la cabeza.

—Te espera el 115. Andá.

Lucio tomó un maletín del escritorio de Fleming y partió.

El pabellón dos era como los otros: un largo pasillo con piso de baldosas de cemento. Las baldosas estaban gastadas, pero se podía adivinar el diseño de líneas formando cruces y ángulos rectos. Juntando cuatro baldosas, las líneas formaban cuadrados concéntricos.

Pitágoras habría tenido algo que decir al respecto.

Las puertas de las celdas estaban a los costados del pasillo. Cada pocos metros, habían dispuesto calentadores: tres tachos que quemaban leña durante todo el día. El humo salía por un caño de chapa de cinc que hacía de chimenea y penetraba en las claraboyas del techo.

Cerca del martillo, una escalera de metal interrumpía el pasillo. Había otros accesos a la planta superior —a los costados de la puerta que daba al martillo y del portón que daba a la rotonda—, pero la escalera del centro era el menos sombrío. Lucio buscaba un poco de luz después de tanta oscuridad.

Subió a la segunda sección del pabellón, donde estaba el personal técnico: mecánicos, electricistas, electrónicos y aprendices. Los tequis.

El techo a dos aguas tenía varias claraboyas de vidrio o plexiglás transparente. A medida que avanzaba, Lucio percibía que su cielo no era más que una sucesión de luces y sombras: techo de sombría madera, tragaluces de cristal transparente y luminoso. Un cielo cíclico, pulsante. Como Maguerra, como su propia vida en elhotel.

Había imaginado que esos ventanales serían una forma segura de controlar el paso de las horas, y la sucesión de los días y las noches, pero se equivocó: durante el superinvierno los cubrían con láminas opacas para que la nieve acumulada no rompiera los cristales.

La planta superior era parecida a la inferior, sólo que en lugar de un pasillo tenía dos largos balcones de cemento. Cada pocos metros, los balcones se prolongaban en puentes que conectaban uno y otro lado. Así, el centro quedaba libre para dejar pasar la luz. Y para permitir que los porteros pudieran vigilar mejor la planta baja.

El 115 estaba sentado en el camastro, doblando la ropa. Era un hombre gordo, bajo y calvo.

—Soy el doctor —anunció Lucio—. ¿Cómo está?

—Bien, hermano. Ahora estoy bien. ¿Querés un mate?

—¿Mate?

—¿No te acordás del mate? Bueno, era un decir. No tengo mate. Los porteros no quieren conseguirme yerba.

—¿Qué pasó?

—Spielberg dio tensión antes de que yo terminara de aislar. Es un tipo de pocas luces. No pasó nada grave.

—Me alegro. ¿Cómo se llama? Es para el registro.

—¿Qué registro?

—¿Tenés nombre? —insistió Lucio para no responder la pregunta.

—Sí, Becé.

—¿Y eso es un nombre?

—Sí.

—¿Qué es?

—Un transistor. Mi nombre completo es Becé 548.

—Es un nombre raro.

—A mí tampoco me gusta del todo —se disculpó Becé—, pero fue lo primero que recordé.

—¿No probaste cambiarlo en el mercado de nombres?

—¿Para qué? —Becé se levantó y cerró la puerta de la habitación—. La mayoría de los nombres que trafican son falsos. Y un nombre falso es el camino más seguro a una memoria falsa. Es lo que quieren ellos, los porteros. Al menos con este nombre mantengo abiertas las posibilidades. Soy muy cuidadoso.

—Entiendo. Pero Becé me sigue pareciendo poca cosa. ¿Dos letras?

Lucio se acercó al tequi y le revisó las pupilas con una linterna.

—Dos letras, pero yo sé lo que significan —dijo Becé—. Hacéme caso, hermano: no vayás a la feria. Agarráte de lo que puedas demostrar con tu memoria y descartá todo lo demás. Pueden borrarla pero, hasta donde sabemos, la única forma que tienen de plantar memorias nuevas es con sugestión. El mercado contribuye a ese propósito.

—¿Hasta donde sabemos? ¿Vos y quiénes más?

—No soy el único que piensa así.

Lucio se levantó.

—¿Y hay alguna forma de escapar de esas memorias falsas?

—Podés ocupar tu tiempo creando ficciones. Ficciones que no tengan nada que ver con el hotel ni con tu vida. Cualquier lugar es mejor que éste, aunque ese lugar no exista.

—No entiendo la diferencia entre una memoria falsa y tus ficciones.

—ése es el punto, hermano. Cuando entiendas la diferencia, vení a buscarme.

Lucio abrió la puerta y se retiró sin saludar. Al parecer, todo el mundo se sentía con derecho de decirle qué hacer.

 

 

Regresó a la enfermería tan rápidamente como pudo. Fleming no estaba, pero otro doctor le dijo que se quedara un rato con los pacientes internados, haciendo guardia. Habían corrido las cortinas para que la habitación estuviera a oscuras.

Se sentó cerca de la ventana para buscar luz. Descorrió las gruesas cortinas.

Era de noche.

Se le cortó la respiración.

Diez minutos antes había estado en el pabellón dos y era de día. Ahora se encontraba frente a una noche estrellada.

Los pacientes dormían profundamente.

Empezó a sudar frío.

—Son portales —dijo Pitágoras—. Cada pabellón está situado en un portal diferente. Algunos apuntan a Alejandría, otros a Antioquía. Algunos dan al Lejano Oriente.

—Eso no es verdad —gritó Lucio apretando los puños.

—Cinco es un número semiperfecto —siguió el viejo—. Las proporciones muestran que esto que vemos es sólo la mitad de la realidad: hay otros pabellones en alguna parte. Tal vez sean invisibles. O estén en el otro lado de los portales. —Pitágoras chasqueó la lengua—. No sé… Me pregunto si será posible que hayamos olvidado su existencia, y entonces hayan dejado de…

—¡Calláte, viejo!

Fleming entró en la habitación y encaró a Lucio.

—¿Qué pasa, Vattuone? ésa no es forma de tratar a los pacientes. Si se quejan es porque algo tienen…

Emergió del delirio con dificultad. La voz de Fleming era un llamado a la cordura. Una lágrima bajó por la mejilla de Lucio. Otras le siguieron, pero no pareció darse cuenta.

—Es de día —dijo con la voz quebrada.

Descorrió la cortina para que Fleming viera el vidrio, las rejas, la media luna aureolada y lechosa desdibujada en el cielo nocturno.

—En el pabellón dos es de día —aclaró.

—Usan reflectores —dijo Fleming—. Regulan la luz de acuerdo con los ritmos de trabajo que necesiten.

Lucio levantó la cabeza. Estuvo a punto de sonreír, aliviado, pero al final frunció el ceño. Recordó el ventanuco de su habitación: un estrecho pedazo de cielo, casi siempre nublado. Recordó que a veces los porteros cubrían las claraboyas con chapas. Los reflectores de luz de día…

—Lo hacen para desorientar —dijo.

Lucio sospechaba esa traición de los porteros, pero ahora lo comprobaba con sus propios ojos. Le irritó que Fleming cambiara las palabras a conveniencia de los porteros.

El doctor dio media vuelta y se dirigió a la salida.

—Si preferís pensarlo así… Da lo mismo, Vattuone. No podemos hacer nada.

 

 

El mercado de nombres no era una reunión, sino una suerte de estado deliberativo permanente. Una de las pocas veces que los huéspedes podían hablar libremente de ellos mismos, del tiempo y la memoria.

No había otra forma de hacerlo. ¿Cómo podrían coordinar una reunión sin una referencia temporal universal?

Para acceder a la red de traficantes de nombres, Lucio tenía que ubicar a uno de los integrantes. Pitágoras ya no podía ayudarlo. Fleming no era de fiar. Lucio sospechaba que el imperturbable doctor era un colaboracionista, un cipayo de los porteros.

Acudió nuevamente a Becé.

El hombre estaba sentado en la cama, preparándose para la jornada.

—No te gusta seguir consejos, ¿eh? No importa, hermano. Yo te voy a llevar.

—Gracias. Quiero tener la mente abierta —se justificó.

—Pero con una condición…

Lucio se volvió hacia la puerta de la habitación. Como si la condición no fuera para él, sino para alguien que estaba detrás.

Becé sonrió.

—¿Cuál? —preguntó Lucio.

—Quiero que conozcas también el Club de los Sábados.

—¿Qué es?

—La gente que fabrica ficciones.

—¿Para qué? —preguntó Lucio frunciendo la nariz.

Becé se levantó para mirarlo a los ojos. Lucio bajó la cabeza, pero su cuerpo se interponía entre la lámpara de veinticinco bujías y el rostro de Becé. El efecto fue extraño. La voz de Becé salió como de un pozo de sombras, y a Lucio le pareció que sonaba de esa forma: con ecos recónditos y lúgubres.

—La mente abierta, hermano. O me acompañás a ver las dos caras del infierno, o te buscás a otro. Es mi condición.

Lucio dio un paso al costado. El rostro plácido y lunar de Becé emergió como de un eclipse. Le brillaban los ojos con seductora intensidad.

—De acuerdo —dijo Lucio—. Me parece justo.

—Cuando termine la jornada, te paso a buscar por tu habitación o la enfermería.

—¿Y si no estoy?

—Si no estás, vuelvo en otro momento. Tenemos todo el tiempo del mundo.

 

 

La invitación de Becé llegó en la forma de un viaje. Un viaje fuera de las paredes del hotel.

Lucio hacía guardia en la enfermería cuando uno de los porteros le dijo en tono perentorio:

—Prepare la camilla y el botiquín de primeros auxilios. Nos vamos al bosque.

—Fleming me ordenó…

—No se preocupe por los internos —interrumpió el portero. Tenía un acento que Lucio no pudo identificar, pero hablaba fluidamente—. Fleming ya fue informado. Hay que trasladar a un… —Buscó las palabras—. Un huésped.

—Un interno —corrigió Lucio.

—Como quiera. Apúrese.

Durante el breve período en que había trabajado como doctor, Lucio había aprendido algunas técnicas de primeros auxilios y diagnóstico, pero sentía que no estaba preparado para afrontar emergencias.

Al parecer, los porteros opinaban lo mismo. Cuando se reunieron en la rotonda —diez porteros y dos huéspedes más formaban parte del contingente—, reconoció a otro doctor.

—¿Ahora sí me va a prestar el escáner? —preguntó Lucio.

218 lo miró con desconfianza. Lucio tuvo la impresión de que 218 no recordaba la última conversación que habían tenido en la enfermería.

—Es muy delicado —dijo el doctor—. Yo soy el único…

—¿Cómo se llama? —interrumpió Lucio, que ya conocía el resto de la frase.

—René Favaloro.

El doctor se mordió el labio inferior. Lucio sonrió triunfalmente.

—Mucho gusto —dijo—. Soy Lucio Vattuone.

Favaloro esquivó la mirada y lo dejó con la mano derecha suspendida en el aire.

Los porteros estaban dando las últimas indicaciones.

—¿Adónde vamos? —preguntó Lucio.

—Al bosque —respondió Favaloro—. Un hombre se golpeó y está inconsciente.

—¿Qué hacen en el bosque?

—Cortan madera para la carpintería y los tachos. —Al ver la cara de Lucio, tuvo que explicar—: Los calentadores. ¿No vio los tachos en los pasillos de los pabellones?

Lucio no contestó. Algo le decía que eso era un anacronismo. No tenía forma de demostrarlo, pero suponía que si podían reparar el cuerpo humano, seguramente habría formas más eficientes de calentar el hotel.

Se lo dijo a Favaloro. El doctor lo miró con fastidio.

—Hay un dicho: «Si funciona, no lo arregles». Ahora cállese la boca y déjeme en paz.

Entonces Lucio lo comprendió: la rutina del hotel estaba pensada para mantenerlos ocupados. Un simulacro de normalidad. Cada cual aportaba lo suyo y vivían en paz. Las preguntas molestaban.

Si funciona, no lo arregles.

Pero no funcionaba con Lucio. Se preguntó cuánto tiempo le quedaba antes de caer en aquel conformismo indiferente.

Salieron de la rotonda por el frente del hotel. Estaba nublado. El viento frío hizo estremecer a Lucio. Intentó resguardarse tras un portero.

—¿Qué le pasa? —preguntó el portero. Era el mismo que lo había sacado de la enfermería.

—Hace frío.

El portero apretó los labios en un gesto de contrariedad. Habló con un compañero. El otro salió corriendo y, después de un rato, regresó con abrigos de cuero. Se los entregó a los tres huéspedes.

—Vamos —apuró el primer portero.

Todos los porteros llevaban uniformes negros y anteojos de sol. Ninguno estaba armado, a excepción de un bastón largo que terminaba en dos cuernos metálicos. La empuñadura del bastón tenía botones y luces de colores.

Dieron la vuelta y entraron en uno de los patios triangulares que había entre pabellón y pabellón.

Subieron a una plataforma de madera, apenas elevada sobre el nivel del suelo, que daba a una vía estrecha. Frente a la plataforma habían estacionado una locomotora roja. La capa de pintura era lo suficientemente delgada como para dejar entrever la palabra
«AT&T» en un costado. Era una máquina de vapor. El vapor estaba por todas partes, mezclándose con la niebla matutina y dando a la escena un aire fantasmal.

Detrás de la locomotora había un vagón cerrado de madera. Estaba pintado de verde, pero en algunos lados habían retocado el barniz y los colores no coincidían del todo.

Subieron al vagón.

—¿Qué es Ateté? —preguntó Lucio a uno de los porteros.

—Nadie sabe —contestó el portero secamente.

Lucio sospechaba que sí sabía, los porteros lo sabían todo. Esa verdad formaba parte de un pasado remoto. Tal vez fuera un residuo del tiempo en que todo era normal. Algo que podía llevarlo a la memoria perdida. Un tabú.

Acomodaron la camilla en el techo del vagón. El tercer preso, un conti del pabellón cinco, se subió a la locomotora seguido por dos porteros. Era el maquinista.

Los doctores y otros seis porteros se acomodaron en el vagón techado. Dos porteros se quedaron en la plataforma.

La formación solía ser más larga. Seguramente habían desenganchado los vagones de carga para que la máquina fuera más rápido, o para que los huéspedes siguieran cargando madera allá en el bosque.

El tren abandonó el complejo del hotel y se internó en una avenida que bordeaba la bahía. Lucio pudo ver una masa de agua celeste, interrumpida por penínsulas e islotes. Aves blancas y pardas revoloteaban sobre la formación, o pescaban en vuelos rasantes
sobre el agua. Lucio sospechaba que eran pocas. La algarabía de la naturaleza había sido reemplazada por un silencio opresivo que el graznido de las aves acuáticas no lograba mellar.

No era un lago. Era más bien un río muy ancho o tal vez un canal que comunicaba dos mares, porque se abría a derecha e izquierda y seguía hasta donde llegaba la vista. Del otro lado del canal, un bosque. Comenzaba a pocos metros de la costa e iba ganando
altura a medida que se internaba en los montes. De fondo, una cordillera imponente presentaba glaciares y picos nevados.

Pasaban frente a un muelle abandonado cuando un pájaro defecó contra la ventanilla del vagón. Lucio cambió de flanco y descubrió la ciudad. Lo que en otra época pudo haber sido el centro comercial —Lucio lo sospechaba por el tamaño de los edificios,
los autos abandonados y los carteles de restaurantes—, ahora era tierra de nadie. El silencio era amo y señor, desmereciendo incluso el lánguido traqueteo de la ya disminuida formación ferroviaria.

Era un silencio de almas.

Maipú, Yaganes, Gobernador Godoy, Roca, Laserre, Don Bosco… Las calles tenían nombre: un descuido imperdonable de los porteros. Un alyardel pabellón uno se llamaba Presidente Roca. Un maestro se llamaba Donald Bosco. Un limpi del pabellón cuatro
creía haber pasado su infancia en la Avenida Maipú, a pocas cuadras de la Quinta Presidencial.

Los porteros no eran perfectos en su tarea de velar la memoria de los huéspedes. Eso le dio esperanzas.

Algunas cuadras después empezaron las casas de madera, con techo de chapa a dos aguas. Después, la ciudad fue menguando para dar paso a la naturaleza.

La primera estación a la que arribaron era una cabaña de madera, donde vieron una segunda locomotora, aparentemente en reparaciones. Tres tequis habían desmontado una parte del frente y discutían acaloradamente sobre qué hacer a continuación. Varios alyaresconstruían un anexo a la cabaña-estación. Fue la primera vez que Lucio vio ladrillos. Hasta ese momento había visto roca, madera, metal, pero no ladrillos.

La parada fue corta, apenas lo necesario para que otros dos huéspedes se sumaran al contingente. Mientras se ponían en marcha, el portero que estaba al mando interrogó a los recién llegados.

—¿Dónde fue?

—En el campamento dos —respondió un peón alto y de ojos claros—. Antes de llegar al puentecito.

—¿Lo atendieron?

—Hicimos lo que pudimos. Lo llevaron a la carpa.

El otro que había subido al vagón era Becé.

Sonrió, como si fuera él quien controlara de la situación. Cuando los porteros lo encararon, cambió instantáneamente la expresión por la de un perrito apaleado.

—Se desmayó —aclaró Becé innecesariamente—. No sabemos qué le pasó.

El tren se internó en el bosque de lengas. Lucio supo que eran lengas porque el follaje de hojas pequeñas parecía una llamarada rojiza. La memoria empezó a escupir datos.

—Hoja caduca, de la familia de los Nothofaguso falsas hayas —recitó—. Puede llegar a treinta metros de altura. A más de seiscientos metros desarrolla una forma arbustiva. —Señaló hacia adelante con la cabeza—. ésos son guindos,
Nothofagus betuloide

—Silencio —espetó un portero—. Nadie le dio permiso para hablar.

—Es precioso.

—Peor para usted. Lo único que necesitamos de estos árboles es la leña.

Fue como un golpe en el estómago. Lucio sabía que estaba prohibido tocar las lengas de aquel parque natural, aunque no recordaba el motivo.

—No deben —dijo—. No se puede.

—¿Y usted qué sabe?

Lucio no respondió. No podía defender las lengas, ni los ñires, ni los guindos, ni los calafates.

Ahora los nombres eran sinfonía: formaban parte de él.

—Maguerra dice que no se puede.

Los porteros se volvieron hacia Lucio. Todos los porteros.

El que estaba al mando levantó una ceja detrás de los anteojos oscuros.

—Cállese, si no quiere pasar otra temporada en aislamiento —dijo.

Lucio les dio la espalda. Del otro lado de la ventanilla, un riacho glaciario discurría entre los árboles. En algunos claros del bosque se veían tocones muy antiguos. Lucio apretó los puños, se olvidó de parpadear. El fuego frío de las lengas se transformó en el violento crepitar del interior de los tachos que mantenían caliente el hotel.

Antes que talar aquellos árboles, habría preferido morir de frío.

 

 

Bajaron en otra plataforma y se dirigieron al campamento dos. Lucio acompañó a Favaloro al interior de la tienda, mientras los porteros se quedaban fuera.

Un hombre pequeño, morocho y aindiado, estaba sentado en el piso con un paño en la cabeza.

—Un chichón nomás —dijo.

Favaloro sacó el escáner y lo pasó por la cabeza del huésped.

—¿Cómo se llama? —preguntó Favaloro.

—Martín Fierro —respondió el peón.

—Martín, no hay nada roto. ¿Cómo se siente?

—Bien. Duele, pero es el chichón.

—¿Cuánto estuvo inconsciente? ¿Qué es lo último que recuerda?

—Los compañeros dicen que fue un ratito nomás.

—Está bien. Me lo llevo para el hotel. Quiero verlo allá. A lo mejor no es nada. ¿Puede caminar?

Estaban ayudando a levantar al peón, cuando Becé entró en la tienda seguido por un portero. El portero se dirigió a Lucio.

—Acompañe a este hombre, hubo otro accidente.

Favaloro quiso responder, pero Becé se le adelantó.

—Se lastimó un dedo, creo que no es nada. Pero necesita que le laven la herida.

—Vaya, Vattuone —dijo Favaloro—. Yo me voy con el compañero al hotel. Quédese por si las moscas. Le dejo el maletín.

—¿Y el escáner? —preguntó Lucio por el mero placer de incomodar a Favaloro.

—No, eso no. Lo necesito.

Becé lo llevó a otra tienda, aparentemente el campamento uno.

Cuando entró, no había nadie lastimado. Un hombre estaba sentado al lado de una caja de metal.

—Bienvenido a la feria —dijo Becé.

Lucio tardó en entender a qué se refería Becé. La verdad cayó por su propio peso: el mercado de los nombres.

—¿Está buscando un nombre? —preguntó el otro: era flaco, alto, moreno, de nariz ganchuda y exagerada nuez de Adán—. Llegó al lugar correcto. ¿A qué gremio pertenece? Alyar, tequi, conti, maestro…

—Doctor.

—Ya veo.

Buscó dentro del pequeño arcón de metal. Había decenas de recortes de revistas y diarios. Unos pocos habían sido cortados con tijera: rectángulos o polígonos de ángulos rectos; se veían los títulos, el nombre de la publicación, la fecha. Lo demás era papel picado. Fragmentos que no tenían forma y en los que era imposible determinar la procedencia o el contexto.

—¿Qué es? —preguntó Lucio.

—Cápsulas de tiempo —dijo Becé.

—Están por todo el bosque —aclaró el de nariz prominente mientras revolvía la caja.

—¿Qué es una cápsula de tiempo?

—Alguien, no sabemos quién, enterró un montón de cajitas llenas de recortes y algunos recuerdos. Encontramos unas diez. Dos están en nuestro poder. —Lucio intuyó que se refería al gremio de los tequis, el personal técnico—. Las demás están repartidas entre primales, personal de contingencia y peones.

Lucio intentó componer mentalmente la situación. Tenía la sensación de que si no entendía lo que pasaba, pronto la realidad en el hotel dejaría de tener sentido.

Los primalesdel pabellón dos eran los encargados de la cultivar y faenar alimentos: horticultores, carniceros y harineros, entre otras funciones. Seguramente habían encontrado algunas cajas mientras labraban la tierra. Por el otro lado, la mayoría de los hacheros del monte eran peones. Y estaban los contis, el personal de contingencia, que cuando no estaban apagando un incendio o aplacando los ánimos en el comedor, hacían otras tareas rudas como cortar leña.

—¿Los doctores no tienen cajas? —preguntó Lucio.

—No salen muy seguido —dijo Becé—. No creo que hayan encontrado ninguna.

Lucio se volvió hacia el vendedor de nombres.

—Me llamo Lucio Vattuone.

—Juan Manuel Fangio —dijo el hombre—. Un gusto.

—Me suena… —dijo Lucio.

—Quíntuple campeón mundial de automovilismo —dijo Fangio—. Un capo.

—¿Mafioso?

—No. Me refiero a que era un maestro en lo suyo.

—Ah.

El hombre sacó un recorte.

—Esto podría servirle. Habla de un doctor.

Fangio le pasó un papelito. El texto estaba casi ilegible por la forma en que lo habían recortado y las manchas de humedad.

Lució Leyó en voz baja:

 

El martes 30, en Santa Clara, por primera vez, los revolucionarios aceptaron una lucha abierta con las fuerzas de Batista a pesar de la superioridad del ejército en aviones, artillería e infantería. El contingente rebelde en la enconada batalla de Santa Clara estaba dirigido por el médico argentino izquierdista Ernesto Guevara.

 

La columna del «Che»

La columna dirigida por el doctor Guevara —apodado «Che» Guevara por sus compañeros de armas— luchó, durante meses, en los intrincados senderos de esa región muchas veces desplazándose a lomo de mula. A su paso, Guevara fue recibido…

 

—Ahí tiene. Un médico argentino.

—¿Qué significa? —preguntó Lucio.

—Un médico brillante. Argento, brillante como la plata.

—¿Un médico que dirigía un ejército?

—Eh… No. Claro que no. Santa Clara es un hospital. Hablan figuradamente: la lucha contra la enfermedad. Por desgracia, no podemos saber qué enfermedad era.

—No me parece que sea algo figurado —replicó Lucio—. Era un médico militar.

—Como quiera. ¿Le gusta el nombre?

—Sí, pero no tengo cómo pagarlo.

—Eso no es problema, Vattuone —interrumpió Becé—. Cuando recuerdes un nombre, un nombre de verdad, pagás. Si no, hay otras formas…

—Suena como que les debo un favor.

Becé sonrió enigmáticamente.

 

 

Lucio memorizó la historia que hablaba del doctor Ernesto Guevara. Al llegar al hotel, hizo la correspondiente reserva ante el bibliotecario. Cuando quisiera, podría usar ese nombre. Por el momento, estaba cómodo con su propio nombre prestado.

No se llevó el trozo de papel. Si lo descubrían, los porteros lo confinarían nuevamente en el agujero. El papel había vuelto a la cápsula.

Le habían mostrado otros recortes. Fangio se jactó de haber sido él quien le sugirió el nombre a Favaloro. Le había mostrado el recorte: dos páginas, que eran la transcripción textual de un reportaje televisivo. El título rezaba: «Las cosas que dijo Favaloro sobre el hoy argentino». El entrevistador era un tal Neustadt.

 

NEUSTADT: René Favaloro es un médico. Tiene un poquito más de cincuenta años. Es nacionalista, es católico; su mejor amigo es un judío. Es nacionalista, repito, y estudió y trabajó diez años en los Estados Unidos (es una contradicción, lo dirá él). Es un hombre que no viene aquí a hacerse notar. Es decir, vive de la medicina y acaso no necesite ninguno de este tipo de promociones. Acaso René Favaloro viene esta noche para ver cuál es el disconformismo social. Para establecer por qué los argentinos que somos una maravilla nunca terminamos de serlo definitivamente. El quiere analizar cómo está esta sociedad. Quiere tocar el tema de la juventud, de la Universidad, del autoanálisis que necesitan los argentinos. Quiere abarcar una especie muy importante de gama para que nos veamos en un espejo definitivo. Yo le dije que sí. Y de pronto me parece bien interrumpir el ciclo donde pasan, y pasarán, economistas, políticos, militares y gremialistas, para que René Favaloro, en el fondo un hombre común a pesar de ser un científico de nota, nos explique cómo es la Argentina que él vive estos días. ¿Doctor, usted tiene ubicación ideológica o política en la Argentina de hoy?

 

FAVALORO: Yo quiero aclarar bien esto en este programa. Yo estoy acá como un simple ciudadano. Es decir, mi actividad es ser médico y no podría ser otra cosa. Yo trabajo diez, doce, catorce horas diarias en mi trabajo, e insisto: yo soy médico y nada más que médico. Yo no tengo otra actividad. Nunca he pertenecido a un partido político, no sé si es una ventaja o una desventaja. Y entonces no estoy en la cosa política, en la política en sí. Yo creo que éste va a ser el primero o el último programa en el cual yo venga a «desnudarme» como ciudadano en este momento tan especial del país…

 

Lucio buscó la fecha de publicación en el artículo, pero no la encontró. No era posible identificar el nombre de la revista ni el año de aparición. Se preguntó cuál sería el «momento tan especial del país» y si tendría algo que ver con su situación en el hotel.

A lo largo de las páginas, entrevistador y entrevistado hablaban de un país llamado Argentina. Seguramente el mismo del que provenía el doctor Ernesto Guevara. Fangio le había mentido en eso, pero Lucio lo había sorprendido en varias mentiras más evidentes. Becé tenía razón. El mercado contribuía a la sugestión. Obligaba a verificar cada nuevo descubrimiento, a contextualizarlo.

Sin memoria, la tarea parecía imposible.

Regresó a la habitación de Becé y lo encaró.

—Ya sé cuál es la diferencia. Quiero conocer el Club de los Sábados.

—Aleluya, hermano. —Becé parecía sinceramente feliz—. Dejálo por mi cuenta. Yo lo arreglo.

—¿Cómo sabré cuando se reúnen? No tengo almanaque ni reloj. ¿Cómo saben cuándo es sábado?

El tequi sonrió, se le acercó y le puso una mano en el hombro.

—Me extraña, hermano… Parecías un tipo más avispado. El nuestro es un club de ficciones. Cuando nos reunimos, ese día es sábado.

 

 

Becé sonrió, triunfal. Sobre el techo del pabellón cuatro, otros seis huéspedes de distintos gremios cargaban las primeras chapas. No había porteros, estaban abajo. El viento polar rugía con fuerza, pero Becé y los demás estaban sujetados con arneses a unas pasarelas que bordeaban el tejado y a ganchos instalados alrededor de las claraboyas.

—Damos por abierto el debate —gritó Becé.

Lucio no estaba feliz. Los integrantes del Club de los Sábados estaban locos.

Quién sabía cómo, Becé había conseguido que los asignasen a la tarea de cubrir las claraboyas con chapas, en prevención de las nevadas del próximo superinvierno. Esa tarea difícil y arriesgada requería mucho más esfuerzo del que Lucio estaba acostumbrado a realizar, al menos dentro de la rutina del hotel.Ignoraba si en otra vida había cargado bolsas en un puerto, o jugado al rugby. En el hotel era doctor, y los doctores no se subían a los techos, ni se ataban a ganchos, ni cargaban chapas, ni trataban de mantener el equilibrio contra un viento arrasador.

—¿Cuál es el orden del día? —gritó uno que se llamaba Juan Kepler.

Era un hombre de mediana edad, delgado y alto. El cráneo estaba tapizado con un casquete de cabello castaño muy corto. Usaba bigote y barba, como el Kepler original, cuya foto había descubierto en la biblioteca. Era un maestro celoso del progreso de sus alumnos. Si bien enseñaba Matemáticas y Física, su especialidad era Astronomía. Aseguraba haber trabajado en el arrayde radiotelescopios que se divisaba del otro lado del pueblo, pero ninguno de sus compañeros del pabellón tres creía eso. Lucio intuía el porqué. Kepler estaba más cerca de su pasado que cualquiera en el hotel. Eso frustraba al resto.

Mientras acomodaba una chapa sobre la primera de las claraboyas con la ayuda de Lucio, giró y volvió a gritar la pregunta.

—¿Cuál es el orden del día, compañeros? Che, Borges. Avispáte, viejo.

El bibliotecario, un anciano bajito y demacrado que apenas podía sostenerse aferrado a la pasarela en el borde del tejado, se volvió hacia Kepler.

—Exobiología —dijo—. Morfología de los johnsons.

—Moción de orden —gritó Becé. Se inclinó hacia adelante, tosió varias veces, levantó la palma de la mano para que nadie lo interrumpiera—. Hay que explicarle a Vattuone cómo es el planeta. Tendríamos que cambiar el temario.

—Votemos —gritó otro que estaba a tres claraboyas de distancia.

Lucio reconoció la voz. Era Favaloro.

—Los que estén en contra de contar todo de nuevo… —gritó Favaloro, que parecía más distendido y animado que nunca.

Sólo dos levantaron la mano. Uno fue Favaloro. El otro, un alyar alto, de labios gruesos y mirada estrábica, al que habían apodado Triste Miliki. Los demás estaban de acuerdo con el racconto.

—Moción denegada —gritó Becé—. Borges, haga los honores.

—¿Puedo? —interrumpió Kepler.

—Desde luego —dijo el bibliotecario. Pocos lo oyeron, la mayoría sólo percibió el ademán y la sonrisa.

Becé y uncocinero joven y rubio llamado Tiresias colocaron otra chapa sobre la claraboya central. Kepler se unió a ellos y, mientras ajustaba las tuercas mariposa, empezó a relatar:

—Durante el superinvierno pasado, los porteros nos llevaron al complejo de radiotelescopios. —Señaló un punto que estaba más allá de la ciudad—. ¿Los ve? Mientras los compañeros completaban el pillaje de las instalaciones, yo me dediqué a revisar documentos. Los porteros querían saber qué investigaban en ese centro. Leyendo los documentos me di cuenta de que yo mismo había trabajado en ese lugar. Pero no les dije nada. Sospecho que ellos lo saben, pero mientras yo no demuestre recordar demasiado, me dejarán tranquilo. Los científicos no somos particularmente rebeldes.

—Al grano, Kepler —gritó Favaloro.

—Sí, a eso voy. Lo que estaban investigando era un púlsar anómalo. Los cálculos de la trayectoria y las mediciones no cerraban. Una parte del array todavía está orientada hacia el púlsar, o al menos lo está la parte del año en que el púlsar está sobre el horizonte. Incluso es posible que aún funcione… —Kepler se detuvo y miró a Lucio, como si recordara un detalle molesto—. ¿Tiene idea de qué es un púlsar?

Lucio desenganchó el arnés y trató de mantener el equilibrio en su camino al borde del tejado. No respondió hasta que estuvo bien enganchado a la pasarela.

—¿Una estrella? —dijo.

—Así es —sonrió Kepler—. Una estrella colapsada. Cuando una estrella tiene varias veces la masa de nuestro sol, al morir se comprime hasta formar una estrella de neutrones. Algunas de ellas giran emitiendo una señal periódica que abarca buena parte del espectro electromagnético. Pulsos. De allí el nombre de púlsar. Este púlsar está a unos mil quinientos años luz de la Tierra, justito en el pecho de la constelación de Orión, y presenta un período de 0,498 segundos… Dos pulsaciones por segundo.

Becé lanzó al astrónomo una fría mirada de desaprobación. Kepler tomó aire y habló más rápido.

—Este púlsar forma un sistema binario con otra estrella que tiene más o menos la masa de nuestro sol, pero es más vieja. Están separados por una distancia considerable, pero esa estrella explica en parte las anomalías del púlsar. Alrededor de esa estrella hay un sistema planetario con dos gigantes gaseosos. Uno de ellos tiene una luna muy parecida a la nuestra. La ficción se desarrolla en esa luna.

Lucio se rascó el cráneo rapado.

—Dos pulsaciones por segundo, mil quinientos años luz de la Tierra, sistemas planetarios… ¿Por qué tan complicado?

—¿Por qué no? Pretendemos mantener nuestra mente alerta, lúcida, queremos especular. No podemos andar con bobadas.

—Entiendo.

—Fue una bendición que encontrara esos papeles. Después, en la biblioteca, Borges me mostró imágenes espectrales de púlsares. Probablemente formaban parte de la biblioteca del centro. Ya sabe, la biblioteca del hotelestá llena de libros que sólo tienen figuritas. Pocas palabras, ninguna explicación.

—O sea que los protagonistas de esta historia son…

—Extraterrestres —gritó Becé—. Aun si los porteros supieran que armamos ficciones, no le darían importancia. La metáfora es demasiado sutil para que les preocupe.

—¿Metáfora?

—¿Y usted se dice profesor? —se burló Favaloro.

—Profesor de Biología —contestó Vattuone—. Maté a una alumna de mi clase después de violarla. ¿Me estás probando, Favaloro?

El grupo se trasladó en silencio al pabellón siguiente. Comenzaron a subir las chapas mientras los porteros accionaban las poleas desde abajo.

—¿Quiénes son los protagonistas? —apuró Vattuone ni bien todos estuvieron en condición de escuchar.

Borges tomó la palabra.

—Los johnsons.En esa luna no hay agua. Hay océanos de polvo muy fino… talco. En una de las cápsulas encontramos una publicidad de Johnson’s Baby. Decidimos reciclar el nombre. Los johnsons viven en los océanos de polvo.

—Ustedes están locos —dijo Vattuone.

—Todos estamos locos, doctor —dijo Kepler—. Al menos este ejercicio nos permite mantener la antena receptiva. Y la memoria… Paradójicamente, aunque no recordemos quiénes somos, hemos descubierto que tenemos bastante buena memoria.

—A lo mejor es que no tienen otra cosa que recordar —dijo Vattuone amargamente.

Kepler ignoró el comentario.

—Hay detalles, infinitos detalles que recordar. —Se señaló la sien derecha—. Tenemos un universo aquí. Es tan real…

—Ahora me van a decir que unos extraterrestres viven en un mar de talco, ¿y qué? ¿Vomitan shampoo? ¿Mean colonia?

Los demás se miraron como si la propuesta no les desagradara del todo.

—No podemos usar feromonas —dijo Favaloro, tratando de contener la catarata de ideas que ya desbordaba en las miradas de los socios del Club de los Sábados—. No nos apartemos del esquema original.

El viento había amainado.

Becé carraspeó.

—No es talco perfumado —aclaró—. Es un polvo dieléctrico muy fino, podría ser silicato de magnesio, con vetas de hierro, pirita, magnetita y otros óxidos. Es un polvo que ofrece poca resistencia mecánica. Así los johnsons pueden serpentear en el océano de polvo.

—¿Son serpientes?

—No son orgánicos —corrigió Favaloro—. Pero sí, son seres largos, como serpientes gigan…

Borges interrumpió.

—Estamos empezando por el final. Mejor sería comentarle las condiciones previas.

Vattuone se volvió hacia el viejo. Iba a preguntar qué condiciones previas, pero se contuvo.

—Buscábamos seres inorgánicos —explicó Borges—, cuya memoria fuera casi perfecta y que tuvieran un excepcional control del tiempo.

Vattuone dejó la chapa sobre la claraboya y se volvió hacia el viejo.

—¿Control del tiempo?

El silencio se prolongó varios segundos.

—Tienen toda mi atención —dijo.

—En el principio fue la Canción —dijo Kepler—. La Canción está omnipresente en la vida de los johnsons. La Canción les enseñó a hablar, la Canción les cuenta el paso del tiempo, determina las estaciones magnéticas para la reproducción y las guerras de asimilación. La Canción se teje en sus códigos secretos, les permite comunicarse con las especies simbiontes. El Silencio es la muerte.

Becé se interpuso entre Kepler y Lucio. Tomó la palabra.

—La química se basa en el silicio. Los johnsons son seres de entre cuarenta y trescientos metros de largo y, para poder desplazarse en ambas direcciones, tienen un cerebro en cada extremo del cuerpo. Los cerebros funcionan como si fueran las locomotoras de un tren. Cuando funciona la de una punta, la otra está inactiva. Si tiene que ir en dirección contraria, un cerebro le pasa el control al otro. Bueno, no son exactamente cerebros como los nuestros. No sabemos cómo llamarlos.

Ayudado por Triste Miliki, Lucio encajó una chapa en el hueco de la tercera claraboya. Se volvió hacia Becé.

—Esos cerebros… ¿podrían llamarse AT&Ts? ¿Como el cartel en la locomotora del hotel?

Becé sonrió complacido.

—Moción para votar el nombre que le pondremos al cerebro de los johnsons —dijo.

Tiresias levantó la mano. Los demás lo siguieron.

Lo aprobaron por unanimidad.

Becé continuó con la explicación.

—Los atetés guardan información muy antigua porque los johnsons no mueren por vejez. Se reproducen, pero la memoria pasa a los vástagos.

Kepler tomó la posta.

—Se reproducen por división.

—¡Bipartición! —aclaró Favaloro.

Kepler lo ignoró.

—Cuando dos johnsons se cruzan, cada uno se escinde en dos y en la zona sensible nace un ateté nuevo. Pero ese ateté proviene del vector de inseminación…

Becé gruñó. Evidentemente le incomodaba que sus compañeros fueran tan retorcidos. Tomó la palabra.

—El tema es así, hermano. Charles Johnson, del clan Johnson, y Juan Jackson…

—Del clan Jackson —aclaró Borges.

—…se fecundan mutuamente. El cuerpo de Jackson se divide en dos. Cada semijohnson, o sea cada mitad de Juan Jackson, se queda con un ateté viejo y le nace un ateté nuevo. Pero este nuevo ateté es una copia del ateté de Charles Johnson, que es quien aportó el vector de inseminación. A los dos semijohnsons de Charles les pasa a la inversa: los atetés nuevos guardan las memorias del viejo Jackson, que es quien aportó el vector que lo inseminó. Así, cada vástago essus progenitores.

Lucio levantó la mano. Parecía perdido.

—¿Qué es esa canción de la que tanto hablan?

—Los johnsons son como cables de cobre —explicó Becé—. Sus cuerpos transportan información mediante pulsos eléctricos, exceptuando los canales de backup entre los cerebros, que son parecidos a fibras ópticas…

—No lo compliquen —interrumpió Favaloro—. Te preguntó por la Canción.

—La canción es una señal electromagnética que se induce en los cuerpos de los johnsons —completó Becé—. Los cuerpos funcionan como si fueran antenas. Es como si la escucharan todo el tiempo.

—Pero, ¿qué es exactamente la Canción?

Kepler levantó una mano y contestó.

—Las señales del púlsar. Pero combinadas con los campos magnéticos del sol, del planeta gaseoso e incluso de la luna, que es muy activa magnéticamente hablando. Todo conforma patrones de interferencia, armónicos, cánones, arias de mayor y menor intensidad…

—La Canción está siempre presente —siguió Becé—. Y gracias a la Canción y a su memoria sin fisuras, los johnsons son conscientes del paso del tiempo. ¿No es genial?

—¿Y cómo se llama el púlsar?

—¿Según qué catálogo? —preguntó Kepler. Al ver que Lucio parecía desconcertado, explicó—: Tiene un nombre complejo. Números y letras. No importa.

—¿Cómo lo llamamos nosotros? —insistió Lucio.

—¿Es importante?

—Sí. —Lucio dudó—. Van a creer que estoy loco…

—¿Qué pasa, doctor?

—Creo haber oído esa pulsación. Dos pulsos por segundo. Estoy seguro de que la oí. —Se apoyó el índice en la sien derecha—. Acá, en mi cabeza.

Se los dijo. Les explicó que ese púlsar era Maguerra.

 

 

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