Revista Axxón » «Quemando plomo», Enrique Urbina Jiménez - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

MÉXICO

 

 

Gallows free you

Dawn’s release

Hood to blind you

Be at peace

Storm Corrosion «Drag Ropes»

 

 

Terminó de pintar con mucho cuidado al último hombre y lo puso frente a los demás. Era el general. Él era el dios. Mandaba con su voz silenciosa; el pincel y sus manos coloreadas del ser de esos hombres decidían el destino de esas estatuillas de plomo.

¡Firmes!

Los demás guerreros, formados en líneas perfectas e inmóviles, esperaban la guerra contra los otros al extremo opuesto del campo de batalla. La guerra no tenía causas ni razones. Era su vida. La mirada irascible de los soldados se dirigía al infinito, no necesitaban más. En silencio, en el vacío, los hombres de plomo esperaban impasibles el reordenamiento de sus posiciones.

A las órdenes del creador.

Él se levantó del asiento y se alejó unos metros de la maqueta, quería ver su creación desde lejos, admirarla como a un paisaje o una pintura en un museo.

Era el orden entre el caos de fuera. Ahí, en el pequeño cuarto de trabajo, aún había leyes que seguir. Sus leyes.

¡Preparen!

En ese mundo de pintura, plomo y plástico él sí podía imponer el orden entre los habitantes. Los soldados sólo entrarían en posición de ataque, se esconderían o retirarían cuando lo ordenara el Comandante Supremo, él, Bernardo. Según como ordenara las piezas, la escena podía ser el prólogo a una masacre o el final de una tregua.

El poder es embriagante aun cuando sólo se trate de elegir a qué hormiga inmolar.

—Cuarto de reservas.

Con la orden todo en el cuarto desapareció. La maqueta con sus integrantes se fusionó con el suelo, al igual que las pinturas, los pinceles y la mesa de trabajo. Pero, al mismo tiempo en que todo desaparecía, nuevas formas líquidas surgían hasta convertirse en sólidos. De las paredes se formaron repisas con bolsas y latas de comida. En una esquina un garrafón de agua congelada junto con reservas de carne y pescado se hacían compañía. Los víveres imperecederos esperaban el sacrificio.

Miró a su alrededor y caminó hacia un extremo del cuarto, se apoyó en las puntas de sus pies para alcanzar la botella de alcohol que estaba en una de las repisas más altas del lugar. La jaló con la punta de los dedos, y cuando estuvo más cerca la tomó con una mano y la bajó del lugar donde estaba. Abrió la tapa y acercó la nariz a ella; después la retiró, con el olor del alcohol aún anestesiando sus sentidos. La cerró lentamente, mientras las fosas dejaban de arder.

—Cuarto de juegos.

¡Apunten!

Como antes sucedió, todos los muebles y cosas del lugar se fusionaron con las paredes, dejando que nuevas formas emergerieran de ellas. Poco a poco, la maqueta, los soldados y todos sus instrumentos se erigieron en el mismo lugar donde los había dejado.

Quedó el mismo cuadro que al inicio.

Caminó hacia la maqueta sosteniendo con una mano la jarra de alcohol. Tranquilo, sin mover un músculo de la cara, abrió la botella y vació su contenido en ella. Lanzó el empaque a un rincón del cuarto, y éste lo absorbió sin dejar rastro. Se sobresaltó un poco, olvidó algo. Buscó en sus bolsillos, pero no encontró nada.

Fue…

El lugar tembló y golpes… no, más bien pasos se escucharon alrededor del cuarto.

Recuerdos del maldito exterior que pronto usurparían la paz total de su cubo.

Sabía que ya no había lugar dónde elegir que apareciera la puerta por si aún se animaba a escapar; eso le ayudó a tejer una calma virtual que sometería al miedo por más tiempo. La ciudad, o hasta el país seguramente ya estaban infestados por Ellos, no había nada que hacer.

La llegada de Ellos ya se había anunciado en las noticias días atrás; los periodistas, en las proyecciones dirigidas y ajustadas a las retinas de los espectadores, preparaban a la población para una muerte inevitable, los despojaban de la esperanza. Con los ominosos anuncios también surgieron muchos rumores acerca de la verdadera fisiología de Ellos. Sin embargo, nadie podía saberlo en realidad: ninguna persona o derivados vivía (o quería hacerlo) después de tener un encuentro cercano con esas monstruosidades —obviamente— producto del hombre. Las películas, las novelas baratas y muchas cosas, ahora proféticas, en donde afirmaban que la creación sería demasiado para el hombre y el hombre sería devorado por aquélla ya suponían sobre el posible fin. Sólo que nadie pensó que la creación se tragaría hasta el mismo Infierno.

Y ahora sólo estaban a unos cuantos metros de distancia, separados por un poco de metal y carboplástico.

Aunque había programado a las paredes del cuarto para aislar todo ruido o distracción externa, ecos y reminisencias de Su llegada se colaban entre la construcción. Esos pequeños golpes o gemidos que alcanzaban sus oídos eran suficientes para sugerirle la destrucción y muerte que reinaba allá, en las fronteras de su Edén. Imaginaba la fuerza que tendrían que tener sus pasos para colarse entre los filtros que ahuyentaban el sonido del exterior. Con esos murmullos, sus oídos recreaban gritos de dolor y miedo de personas que intentaban dar el último adiós al aire, de no ver a la muerte a los ojos.

Para su desgracia fue curioso y giró hacia el muro más cercano, a su espalda.

—Cristal. Medio cuerpo. Opaco. Antireflejo.

Frente a él, un pedazo de muro cambió su materia hasta convertirse, justo como lo pidió, en una ventana. No sabía si los asesinos se dieron cuenta del cambio de forma en la superficie del cubo dorado, pero ellos no verían qué fue lo que había originado la cosa; tardarían en saber qué había dentro de ese artefacto.

Lentamente, temiendo —sin razón— que Ellos escucharan sus pasos, se acercó al cristal. Parte de la escena estaba oscurecida por manchas de sangre. No pasó mucho sin que surgiera una mueca de espanto al ver a esos tentáculos, tenazas, tridentes, lenguas y explosiones masacrando a los vecinos que por tanto tiempo había visto salir de su cubo. Todos los hombres y mujeres que decidieron salir de sus viviendas habían preferido morir que aguantar esa visión de seres asesinados. Justo lo que él hacía. ¿Se podría llamar a eso un suicidio? Desde que toda herramienta punzocortante y cualquier alimento peligroso era desechado por los cubos, la gente no tenía cómo acabar con su vida dentro de ellos. Y ahora, en la primera oportunidad, nadie quería luchar: todos habían elegido ser los juguetes de Ellos. Hasta los A.R.M.AS. desistieron de cualquier intento de contención y defensa del pueblo. Él los entendía, no tenían por qué defender a gente que tenía ganas de morir. Aunque habían sido enviados a donde la llegada de Ellos fuera más rápida, ningún miembro de las fuerzas de defensa disparó contra el indefendible peligro. No vio a ningún A.R.M.A.S. Las balas no hubieran hecho gran cosa a Sus blindajes. Todo estaba perdido. No tardarían en llegar a él. Estaba mirando al Fin de frente.

Por suerte, su pequeño hogar sobreviviría otro poco. El único espectador del caos aún no quería unirse a la fiesta.

¿Hasta cuándo duraría ese pequeño Oasis?

Pronto, como iban las cosas, la ciudad sería un mar de sangre.

El ya conocido dolor de su vejiga llena se coló entre sus entrañas. Sentía algo a punto de quebrarse en su mente, pero a pesar de todo ello no podía cerrar el cristal. El morbo era más fuerte que su cordura. Giró, con su espalda arqueada para expulsar de su estómago los suplementos de comida indigeribles, y justo cuando éstos iban a tocar el suelo se abrió un agujero, tragándose toda la inmundicia sin dejar rastro ni olor en el lugar.

Tosió un poco en el piso y se levantó hacia la ventana.

Uno de los asesinos giró hacia ella. Sus ojos, de todos los colores, parecían mirar a través del cristal opaco.

Se creó un vacío en su pecho. Había visto Sus formas y horrores, pero ver uno a los ojos, aún con esa barrera de cristal, le provocó ganas de llorar. Pensar en que Eso no era humano, pero que era parte de uno hizo que quisiera salir y disculparse por el horror y la traición de su raza a la naturaleza al atreverse a crear semejantes cosas. Cayó de rodillas, todavía sin soltar la mirada de Eso, con lágrimas en los ojos. Y vomitó de nuevo. Como antes, el cubo evitó que quedara algún rastro del asco, pero el vacío seguía ahí, taladrando su alma, vaciándola. Agachó la cabeza a sus rodillas, haciéndose un ovillo por unos segundos.

Se levantó, con lágrimas por la expulsión y con el sentimiento de asco hacia los humanos, y miró de nuevo por la ventana. La Cosa seguía de cara hacia él. Había sido descubierto, por fin. Su corazón se aceleró, su respiración se volvió forzada y profunda. Sabía que estaba condenado a muerte: la tranquilidad que su cubo le daba al disfrazarlo se había terminado. El momento estaba cerca. Observó cómo Eso reaccionaba a su miedo, se acercó lentamente, sin quitar la vista de sus ojos (¿realmente lo estaba viendo, o sólo se fijaba en la estructura dorada?).

Tenía que hacer algo… para evitar el proceso, demorarlo, como había hecho desde el momento en que decidió recluirse en su casa y hacerse el muerto.

Eso lo había logrado. Convenció a sus vecinos, al no salir por todas la semanas en que las noticias daban el horrible anuncio, de que algo había hecho que no saliera por tanto tiempo ni por baterías para el cubo. Él tenía sus provisiones bien medidas, y les hizo creer que estaba muerto, pudriéndose en su celda dorada. A nadie le importó, claro, pues todos pensaban más en sus vidas que en la de un huraño que jamás se preocupó por los chismes o menesteres de otros.

Soñó que su teoría sería correcta. Que tal vez Ellos creyeran lo mismo e ignoraran a un cadáver sepultado en su propia casa.

Pero ahora uno de Ellos se acercaba a su cubo, dudando un poco, pero con odio por haber sido engañado.

—Deshacer cambios en ambiente.

El cristal se endureció hasta volverse igual que las paredes, él retrocedió unos pasos y giró hacia el centro.

Los soldados que había moldeado y pintado desde que se autorecluyó en su casa seguían allí, inmóviles, sin expresión en su rostro más que la que él les había otorgado al decorarlos. Sólo que ahora todos brillaban por la capa de alcohol que los cubría. La atmósfera inteligente del lugar evitaba que el líquido se evaporara enseguida, como sucedería fuera del cubo.

Sintió celos. Ellos estaban en al mismo cuarto que en unos minutos (o segundos, quién sabe) sería bañado con la sangre de su ocupante y, a pesar de eso, los hombres de plomo no sentían ni miedo ni alegría. No podían hacerlo y eso era lo que envidiaba. No tenían sentimientos, ni recuerdos, ni una conciencia que los aferrase al mundo. No gritarían ni llorarían si en ese momento un monstruo, creación que ignora toda ley de vida y orden cósmico, los descuartizara y los torturara. Extendió su brazo y mano derecha hacia un costado de su cuerpo, como agarrando una manzana invisible.

—Fuego.

Una gota del mismo color y materia que de las paredes se desprendió del techo y cayó en su palma hasta convertirse en unos cerillos. Abrió la caja, tomó uno, lo encendió y lo arrojó a la maqueta.

Por unos segundos, el crepitar y arder de los soldados fue lo único que se movía y se escuchaba.

Contuvo la respiración. Ya venía.

¡Fuego!

La tierra se sacudió, y un rugido, como el de un león contra un rayo, retumbó en el aire. La pared detrás de él explotó. Fue lanzado a un extremo del cuarto, quemándose con algunos soldados que ardían en el piso.

Un zumbido taladraba sus tímpanos.

El aire del exterior entró también de golpe, quitándole el oxígeno al que estaba acostumbrado. El cubo comenzó a brillar y a derretirse, le caían sus pedazos por todo el cuerpo lastimándolo o intoxicando su piel, que absorbía las partes líquidas de la construcción.

No quería abrir los ojos. Sentía Su presencia cerca, que lo olía y lo saboreaba ya antes de comenzar el juego macabro. ¿Qué hacer?

Y él, el cobarde de la escuela, del trabajo y de la vida, se sintió iluminado.

Iba a defenderse, no sería como los demás, que se rindieron antes de comenzar la lucha. Él fue más inteligente que todos ellos desde el principio de todo. Podía solucionar las cosas y permanecer tranquilo. Lastimaría al monstruo aunque sólo fuera un poco, y así cada vez que su Asesino torturara a otras personas, éstas en sus últimos momentos observarían la cicatriz que él le iba a hacer. Pronto ese golpe que quedaría marcado en la Cosa sería un símbolo de la esperanza que la mayoría ya había perdido. La gente se organizaría de nuevo, comenzarían una lucha dolorosa pero al fin productiva. Su muerte sería el inicio de la supervivencia humana. Tomó un soldado que estaba quemando su pierna y, antes de que se deshiciera la palma de su mano, lo arrojó hacia el lugar donde supuso estaría la Cosa.

Y acertó con su lanzamiento.

Estaba justo donde él había pensado. Se escuchó un golpe seco, metálico, cuando el soldado golpeó la coraza de bronce. Bernardo no sabía si el daño que deseaba estaba hecho. Para eso necesitaba abrir los ojos y Verlo de frente. Y, como todo lo que parecía suceder en un segundo, supo que su superioridad intelectual también había sido el mayor acto cobarde que había planeado. Él quería, por sobre todas las cosas, alejarse y no entrar en el camino de Ellos.

Pero ya no. Hora de actuar.

Todavía con miedo, abrió los ojos y vio el cuerpo con sus tentáculos y probóscides. Ni siquiera pudo gritar. Sintió cómo su carne y espíritu se oprimían ante Su presencia. Comenzó a llorar., una vez más Los ojos le ardían, no era natural que una Cosa así existiera, hasta sus mismos nervios lo negaban. Se contuvo, tenía que comprobar que ahora ya era un héroe de la humanidad. Que él aseguraría el futuro de su gente con ese pequeño acto desesperado.

Pero nada.

El metal, rojo por el calor, ni lo quemó. Sólo enfureció más a la Bestia.

Bernardo gimió con el poco oxígeno que sus quemados pulmones aún podían retener. Nunca se imaginó que su muerte en realidad no podría ser descrita por su brutalidad. No pudo controlar más a su cuerpo y, boca arriba, el sintió el calor húmedo de la orina expandirse por sus pantalones. La humillación también lo lastimaba.


Ilustración: Ferran Clavero

Decidió cerrar los ojos hasta que terminara todo.

Pero no pudo. El dolor que lo atacó fue como un mar de fuego chocando contra todas sus terminaciones nerviosas. No sabía qué y con qué lo estaba haciendo sufrir, pero ni Dios mismo podía haber pensado en tales castigos. Todo daba vueltas, sintió su cuerpo húmedo por la sangre y la orina, que hacían más pesada su ropa. Un brazo se desprendió de su tronco, pero aún podía sentir lo que sufría esa extremidad. Primero se deshicieron las uñas, después la piel, los músculos y los huesos.

El dolor era indescriptible. Con cada nueva tortura que Eso inventaba, Bernardo cruzaba umbrales que no sabía que existían. Casi los confundía con el placer. Pero la locura llegaba de nuevo; lenta, reptando sobre sus extremidades, sobre los diminutos ríos de sangre que corrían a lo largo de su piel lastimada, abría puertas terribles que su cordura había mantenido cerradas.

Con el tiempo (sin importar que fueran segundos o minutos o años, Bernardo los sentía como eternidades), el dolor le llegó hasta el alma. No pudo más y abrió sus ojos. Y vio el rostro del que lo torturaba. El rostro de la Cosa. Y reconoció algo en él. Lo vio más allá de todas las deformidades, de la sangre salpicada de tantas víctimas, de las filas de dientes esparcidas por todo lo que se le podía llamar rostro. Lo vio realmente y supo cómo nombrarlo. A Bernardo se le escaparon unas lágrimas sinceras. Bernardo había encontrado la palabra para describir la encarnación de lo inefable, la que lo salvaría de ser asesinado por una Nada terrible.

Casi se sintió aliviado. Intentó pronunciar el nombre real y oculto de la Cosa, pero su garganta sólo pudo expulsar un grito seguido de desesperados vómitos de sangre.

 

 


Enrique Urbina Jiménez (Ciudad de México, 1993) cursa la licenciatura en Literatura Latinoamericana en la Universidad Iberoamericana. Textos suyos han sido publicados en las revistas electrónicas Penumbria, Scifi Terror, Yerba Fanzine y Fantasía Austral. Ha sido incluido en las antologías Penumbria Año I y Microhorror y La imaginación en México

Ya hemos publicado en Axxón su microcuento EL ESPEJO NEGRO DE ANTIMATERIA.


Este cuento se vincula temáticamente con MÁQUINA DE SANGRE, de Hugo Perrone y LA BESTIA Y LOS TRES CERDITOS, de Cristian Acevedo.


Axxón 272

Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Ciencia Ficción : Distopía, Exterminio : México : Mexicano).

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