Revista Axxón » «El año del Gorila Sapiens», Mario Daniel Martín - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

ARGENTINA

 

 

Un loco enamorado sería capaz de hacer
fuegos artificiales con el sol, la luna y las estrellas,
para recuperar a su amada

Goethe

 

Vicente entró al museo para matar la tarde. Había viajado toda la noche en tren para tener por fin esa conversación con Elisa, pero ella no había ido a buscarlo a la estación. Intentó llamarla varias veces: celular desconectado, la historia de siempre. Quizás era hora de resignarse a que era un sueño, que esto sólo era un sueño de él. Cuando dejaba su maleta en la custodia de la estación, sonó el celular. Un mensaje, para que se encontraran esa tarde a las cinco. Un compromiso de trabajo inesperado le impedía buscarlo y almorzar con él. Muchas disculpas. Se encontrarían en un bar cerca del centro, el mismo bar en donde hacía dos meses ella le había dicho que no tenían futuro, en esa fatídica tarde en que empezarían a vivir separados porque él debía volver a su casa, porque se le acababan las vacaciones de su trabajo, que él había usado para ayudarla con la mudanza.

Por eso había entrado al museo. Para hacer tiempo. Él y Elisa habían ido a ese museo antes de la mudanza, cuando habían visitado la ciudad por primera vez porque Elisa tenía una entrevista de trabajo, antes de que él sospechara que ella lo abandonaría. Y recién eran las 2 de la tarde. Deambulaba aburrido por las salas, mirando sin interés las exhibiciones, pensando en qué excusa pondría ella esta vez.

Salió a un patio donde había esculturas romanas y modernas. Se detuvo a ver una estatua de Afrodita, con los brazos rotos. Se sentó en un banco justo frente a la estatua. Sumido en sus pensamientos, no podía concentrarse en la información sobre la estatua, que intentó leer dos veces.

Estaba cansado. No había dormido bien anoche, y le estaba viniendo modorra. Se levantó para caminar un poco, para no dormirse en el banco. Cuando intentó caminar hacia el centro del patio, casi choca con el guía de un grupo de turistas japoneses, a los que no había escuchado acercarse. Parecían atónitos. Dos viejas japonesas empezaron a gritar histéricamente. Él se alejó prudentemente, y se sentó en las gradas de piedra del patio vecino. No era para tanto. Quizás los había ofendido sin querer.

Otra vez, empezó a cabecear. Estaba durmiéndose. Miró su reloj. El reloj decía que eran las cuatro y media. Eso era imposible, acababa de mirar la hora hacía diez minutos y eran las dos y cuarto. Ahora tenía el reloj estropeado, sólo eso le faltaba. Cuando saliera, volvería a poner el reloj en hora con el gran reloj a la entrada del museo. ¿O se habría dormido en el banco frente a la estatua de Afrodita? No era posible. No podía haberse dormido por dos horas. Recordó apenas un sueño donde había gorilas. No, no podía haberse dormido. Y eso seguramente lo soñó anoche, en la cucheta del tren, y ahora lo recordaba vagamente.

Se sintió vencido. Esto no iba a ninguna parte. Él había viajado toda la noche unos 488 kilómetros sólo para verla, y ella seguía jugando a las escondidas. Tenía que volver a viajar los 488 kilómetros toda la noche, mañana lo esperaba una reunión importante para la que debería estar preparándose. Y había dejado todos los papeles en la estación. Quizás debería volver a la estación y leer los documentos, así dormiría mejor esa noche. Su tren salía a las 11. Si ella llegaba a las cinco, como decía el mensaje, tendrían seis horas para definir esta relación de una vez por todas. Sacó su celular, y llamó otra vez al celular de Elisa. Solamente el mensaje de que estaba desconectado. Lo encendía solamente para enviarle mensajes y lo volvía a apagar, para que él no pudiera llamarla a toda hora. Probó de nuevo en el trabajo. La compañera de trabajo le dijo, con una voz cansada, que Elisa había salido, que no estaba en la oficina. Y cuando él insistió, le dijo secamente que ya se lo había dicho muchas veces, que Elisa le había pedido expresamente que no le diera el número de su nuevo celular bajo ningún pretexto. Y que tampoco le diera su nueva dirección. Después de colgar se dio cuenta de que Elisa se había mudado de departamento, para evitar que él la fuera a buscar. Otro golpe. De alguna forma, lo había presentido desde el primer momento. Ella aceptó irse a vivir con él tan pronto como lo conoció sólo para adaptarse, para que él la ayudara a desarmar la madeja que era vivir en este país. Porque no se llevaba bien con los tíos que la habían ayudado a emigrar. Y la excusa de haber encontrado un trabajo en otra ciudad le permitió irse sin el drama de decir las cosas de frente, sin que él pudiera retenerla. Y ahora esto. Prometerle que por fin hablarían, aclararían todo, y no venir a buscarlo. Y cambiar el teléfono, y mudarse.

Pero quizás, ella tenía alguna intención de mantener el contacto, lo que necesitaba era una distancia temporaria, y él no le daba respiro. Retenía su teléfono viejo. Aunque por ahí no era por él, sino por sus amigos comunes, a los que no quería darles su nuevo teléfono para que no se lo dieran a él. Quizás debería ir a buscarla al trabajo. No iba a ser tan fácil que cambiara de trabajo. Pero hoy no, hoy ella ya sabía que él había venido. Otro día, podría viajar sin avisarle y caerle de sorpresa.

Sumido en sus pensamientos, Vicente no reparó en eso que se acercaba a él, hasta que estuvo muy cerca. Era como un espejo, flotando justo frente a su cara. Su imagen se reflejaba, distorsionada. Luego entendió que no era un espejo, sino una especie de hueco elíptico en el aire, y del otro lado había un niño, o un hombre muy pequeño. Llevaba un casco, que le pareció como el de un motociclista, pero cuando lo vio mejor más bien parecía un casco espacial. Su cara se reflejaba en el casco. El niño se acercó. Cuando la luz que emanaba del museo le permitió ver dentro del casco, se encontró que lo miraba un chimpancé, sonriendo. Llevaba una especie de traje espacial gris, pero que simulaba una piel. Sobresaltado, empezó a levantarse, para escapar, pero tropezó, y al caer, pasó por ese hueco en el espacio y chocó contra ese ser.

 

 

Se encontró en una sala en penumbras, en el piso. Un niño, o un enano, con un casco vestido en un traje gris, salió corriendo y dando gritos hacia una puerta iluminada. Vicente pensó que estaba todavía en la cucheta del tren, y esto era un sueño. Pero no lo era, estaba despierto y tenía mucha sed. El niño que había salido corriendo había dejado un aparato con forma de embudo, con una especie de manubrio, lleno de botones. Lo tomó, y al levantarlo pudo ver dentro de un visor elíptico. Un grupo de japoneses llegaba y se paraba frente a una estatua. Él reconoció la estatua: Afrodita. Estaba en el patio del museo cerca de la casa de Elisa, donde habían ido antes de que ella lo dejara. El guía les decía algo en japonés. Intentando con los botones, se acercó a una de las japonesas viejas, quien lo miró aterrorizada.

Un gorila alto y fornido, que también llevaba un casco, entró por la puerta por donde había salido el niño. Llevaba un traje gris como de piel. Se acercó a él, y le arrebató el embudo. Tocó unos botones, cerró la ventana, y le dijo algo en una lengua incomprensible. Luego llegaron otros, también con cascos, y empezaron a hablar entre ellos. Era difícil ver bien adentro de los cascos, que reflejaban su cara aterrorizada, pero a veces, cuando lo miraban directamente, podía entrever sus caras. Algunos eran bípedos con cabeza de iguanas, otros una mezcla de gorila y hombre. Tuvo la sensación de que iba a desmayarse. Y necesitaba tomar agua, urgentemente.

Entonces se acercó una mujer, o lo que parecía una mujer, y se sacó el casco. Era bellísima, en alguna parte la había visto.

—¿Español? ¿English? ¿Français? ¿Italiano? —le dijo.

—Español o inglés.

—Tome, deber tener mucha sed —le dijo la mujer alcanzándole una especie de cantimplora transparente— Beba despacio, muy despacio.

Vicente se llevó la cantimplora a los labios, y la boca se le llenó de agua, y casi lo ahoga. El agua sació su sed, como si hubiera bebido litros y litros.

—Le dije que tomara despacio.

—¿Qué es?

—Es hiperagua, agua concentrada.

—¿Qué pasó? ¿Dónde estoy?

—Va a tener que perdonar este error. Un adolescente travieso ha transgredido las reglas del protocolo temporal, y lo ha traído a nuestra era accidentalmente. Estamos en lo que, para usted, es un lejano futuro.

—¿El futuro? ¿Qué año es?

—Estamos en la era del gorila sapiens. Es el año 426. Pero en su forma de contar el tiempo, es el año 311127.

—¿Qué es esto?

—Es un museo, como el que usted visitaba, pero un poco más complejo.

—Yo no visitaba ningún museo. Yo estaba por llegar a la ciudad donde vive Elisa, mi ex-pareja, en un tren.

—Usted no lo recuerda, pero estaba en un museo. Y ahora está en otro. Este es el museo de la historia de los antropoides en Vega 6. Podemos ofrecerle una visita, y luego volverlo a su tiempo, o simplemente puede volver inmediatamente. Pero si vuelve inmediatamente, es posible que no recuerde mucho de lo que usted vio aquí. Solamente las memorias consolidadas en el sueño sobreviven el viaje espacio-temporal. Por eso no recuerda que estaba en el museo en su planeta, y es probable que no recuerde ni siquiera lo que le pasó en el día de hoy desde que se despertó.

—Lo que recuerdo es que estaba por encontrarme con Elisa. ¿Puedo volver? Tengo una cita muy importante con ella que no puedo perder.

—Vamos a ver si podemos volverlo a la hora exacta. Es que no tenemos toda la información porque usted se puso a tocar el transtemporalizador portátil.

—Por favor, es muy importante. Tengo que volver inmediatamente.

—Acompáñeme.

 

 

Salieron hacia la puerta con luz. Los otros seres lo miraban curiosos. El gorila los seguía, a una distancia prudencial, cargando el embudo. Vicente pudo vislumbrar un cocodrilo dentro de uno de los cascos que parecía reírse de él mientras hablaba. Quizás era un delfín. No pudo ver bien.

Entraron a un pasillo multicolor. La iluminación cambiaba como un arcoíris a medida que caminaban. El lugar estaba lleno de hombres y mujeres totalmente reales, pero congelados, como estatuas, de todas las edades y de todas las culturas humanas. A medida que ellos se acercaban, desaparecían: hologramas.

—Esta es, como se imaginará, la sala del homo sapiens –dijo la mujer- Si usted se pusiera uno de esos cascos, podría ver también el contexto de cada espécimen y obtener muchísima más información, y hasta hacer un viaje virtual dentro del mundo cerebral de cada uno.

—Muchas gracias, pero tengo que volver. Es una cita muy importante.

El gorila le dijo algo a la mujer.

—Mi jefe dice que aquí, hacia la izquierda, hay también una gran sala con gorilas que documenta su evolución después de la quinta guerra mundial, si eso le interesa más —dijo la mujer mirando al gorila, que los había alcanzado—. Y también tenemos salas con las magníficas historias de los cromagñones, los neandertales, los denisovanos, los bonobos, los chimpancés y los orangutanes.

—Disculpe. Pero no me interesa. Tengo que volver inmediatamente. Hace un mes que espero por esta cita, y no puedo perder esa oportunidad.

—Como usted diga. Aquí, al fondo, tenemos una máquina del tiempo más sofisticada que la que lo trajo aquí.

La mujer lo hizo entrar en una especie de cubículo.

—Dígame la fecha exacta en la que estaba.

—Diez de septiembre de 2018.

—¿2018 0 2081?

—2018. No vaya a mandarme al 2081. Para entonces, Elisa probablemente estaría muerta.

—Tranquilícese. ¿Recuerda algo más?

—Estaba viajando en tren, a la noche.

Frente a él apareció una ventana, como la que vio a través del embudo. Pudo ver el museo donde había visto a los japoneses, pero era de noche y estaba cerrado. La ventana se movió hasta la estatua de la Afrodita con los brazos rotos.

—¿Es este el lugar?

—Sí, esa es la ciudad. Pero yo no voy al museo, sino a la estación de trenes. Tengo que llegar ahí cuanto antes, porque me van a esperar en la estación de trenes.

—Ya lo sabemos, pero queremos asegurarnos de que sea la ciudad correcta.

—Es la ciudad correcta. Ahí vive mi novia, o quizás mi ex-novia.

—¿Le molestaría que mientras lo transportamos, le sacáramos una reproducción, como la que usted vio en el pasillo? Es para ponerlo en nuestra colección.

—¿Me va a doler?

—No, ni siquiera lo va a notar. Es simplemente una copia de neutrinos.

—Haga lo que quiera, pero devuélvame a mi tiempo, porque no puedo perder esa cita.

 

 

Lo envolvió una oscuridad que se convirtió en luz, y apareció en el museo, frente a la estatua de Afrodita, detrás del guía de un grupo de japoneses, que se quedaron atónitos. Una mujer se desmayó, y dos japonesas jóvenes gritaron histéricamente.

Pensó que todavía estaba en la cucheta del tren, y esto era un sueño. Pero no lo era, estaba despierto y tenía mucha sed. Y las japonesas gritaban y lo señalaban. Escapó como pudo en la confusión, y se sentó en los escalones de piedra. Reconoció el museo. Había venido aquí con Elisa, antes de la mudanza, cuando ella tuvo la entrevista de trabajo que la separó de él, antes de que él sospechara que ella lo abandonaría. No recordaba por qué estaba allí. Estaba cabeceando de sueño. Pero seguro que lo de los japoneses no era para tanto. Quizás los había ofendido sin querer. Tuvo la sensación de que iba a desmayarse. No había dormido bien en el viaje, era eso. Y necesitaba tomar agua, urgentemente.

Al levantarse, tropezó y se cayó. Fue al baño y bebió mucha agua. Era extraño, le parecía como si el agua no tuviera consistencia, como si no pudiera saciar su sed. Recordó un sueño con gorilas y una bella mujer, una mujer que él había visto antes en algún lugar. Ella le daba agua en el sueño, un agua verdadera, que saciaba la sed instantáneamente. Pero el sueño no era lo importante. Debía comprender porqué estaba aquí, en el museo y no con Elisa. Seguramente había venido aquí para hacer tiempo, porque Elisa estaría ocupada en su trabajo. Pero no recordaba nada. Lo único que le faltaba, tener ataques de amnesia. Salió al patio nuevamente y se sentó otra vez en los escalones de piedra. Otra vez, empezó a cabecear. Estaba durmiéndose.


Ilustración: Ferrán Clavero

Sacó su celular, y llamó al celular de Elisa. Solamente el mensaje de que estaba desconectado. Lo encendía solamente para enviarle mensajes y lo volvía a apagar, para que él no pudiera llamarla a toda hora. Probó de nuevo en el trabajo. La compañera de trabajo le dijo, con una voz cansada, que Elisa había salido, que no estaba en la oficina. Y cuando él insistió, le dijo secamente que ya se lo había dicho muchas veces, que Elisa le había pedido expresamente que no le diera el número de su nuevo celular bajo ningún pretexto. Y que tampoco le diera su nueva dirección. Cuando colgó, se dio cuenta de que Elisa se había mudado de departamento, para evitar que él la fuera a buscar. Otro golpe. De alguna forma, lo había presentido desde el primer momento. Ella aceptó irse a vivir con él tan pronto como lo conoció sólo para adaptarse, para que él la ayudara a desarmar la madeja que era vivir en este país. Lo había usado para salir de la casa de los tíos que la habían ayudado a emigrar, con los que no se llevaba bien. Y la excusa de haber encontrado un trabajo en otra ciudad le permitió irse sin el drama de decir las cosas de frente, sin que él pudiera retenerla.

Encontró un mensaje de Elisa, que por alguna razón se le había pasado. Le decía que no podía ir a esperarlo a la estación de trenes. Debían encontrarse en un bar cerca del centro, el mismo bar en donde hacía dos meses ella le había dicho que no tenían futuro, la tarde en que debían empezar a vivir separados porque él debía volver a su casa, porque se le acababan las vacaciones de su trabajo, que él había usado para ayudarla con la mudanza. Seguramente había venido aquí para hacer tiempo, antes de esa cita.

Al mirar hacia el patio donde estaba la estatua de Afrodita, vio que los japoneses hablaban con el personal del museo. Quizás se había dormido, o había hecho algo que los ofendió sin querer. Miró el reloj. Eran las 4 y media ya. No podía ser. Lo último que recordaba era estar dormido en el tren. Quizás se había dormido en las gradas, o se había desmayado realmente. Quizás se había dormido frente a la estatua de la Afrodita. Pero tampoco podía ser. Pasara lo que pasara, no podía demorarse más. Y eso de los japoneses podría traerle problemas, y demorarlo. Entró a otra sala y llegó a la salida por otro camino. Por suerte, nadie lo detuvo, y no tuvo que dar explicaciones. En el reloj de salida comprobó que eran efectivamente las cinco menos veinte. Cuando llegaba corriendo, casi sin aliento al bar, recordó adonde había visto a esa mujer del sueño. Tenía la cara de la Mona Lisa. Era la Mona Lisa en un traje espacial. Debía haberse quedado dormido en el museo, entonces.

Sonó su teléfono. Otro mensaje de Elisa. Desgraciadamente, lo lamentaba tanto, pero tenía que cancelar la cita. Y terminaba simplemente diciendo “otra vez será”.

 

 

Mientras cargaba el senso-holograma, y lo preparaba para que el director evaluara si lo incorporaban o no a la exposición, la mujer con la cara de la Mona Lisa le dijo al gorila alto y fornido que a pesar de haber sido traído por error, Vicente era un ejemplar muy importante. En su opinión, debería ser catalogado junto a Goethe cuando escribía su Werther, o quizás junto a los verdaderos Romeo y Julieta. El gorila no le contestó. Acaba de ver al chimpancé adolescente que había traído Vicente en la sala de los denisovanos. Un denisovano con un cadáver de ciervo al hombro chorreando sangre, que definitivamente no era un holograma, miraba asustado a su alrededor.

 

 


Mario Daniel Martín enseña lengua y cultura hispanoamericana en la Universidad Nacional de Australia en Camberra. Además de artículos académicos, ha publicado libros de poesía, cuento y teatro en Argentina, país de donde es originario. En el ámbito de la ciencia ficción, ha publicado cuentos y poesías en las revistas Axxón, Próxima, MiNatura, Alfa Eridiani, Tiempos Oscuros, Planetas Prohibidos, SciFdi y Cosmocápsula. Su primera novela de ciencia ficción, Piratas Genéticos fue publicada por Ediciones Ayarmanot en 2015.

En Axxón ha publicado como autor individual La vida es un sueño recurrente y La coordenada incorrecta. En colaboración con Daniel Cacharelli ha publicado Transcripción de una cinta magnetofónica hallada en el bolso de un ingeniero de la planta de Chernobyl, Correspondencia hallada en un pedazo de bolsillo del delantal de una maestra intergaláctica, Las máscaras del crimen, La metamorfosis sintáctica de los truenos, Vine a verte porque me dejaron el mensaje, No olvides traer tu cordero al sacrificio, El Año del Gorila Sapiens y otros.


Axxón 267

Artículo de autor latinoamericano (Cuento : Literatura : Ciencia Ficción : Argentina : Argentino).

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