Revista Axxón » «Topacio», Graciela Lorenzo Tillard y Fabio Ferreras - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

ARGENTINA

 

 

La casa podía verse, altiva y lejana, sobre el mismo borde del barranco, medio trepando las primeras laderas de la sierra. Era una construcción sólida de techos planos y almenados que se alzaba más allá del límite del pueblo, fuera de la antigua muralla. Constaba de dos plantas, una de piedra negra y otra de ladrillo rojo, con multitud de ventanas altas y estrechas y una enorme puerta construida con madera de nogal. Un jazmín cubría parte de la fachada y florecía durante todas las estaciones del año.

Pertenecía desde siglos atrás a la familia Morales del Jarral; aunque no existía sujeción establecida, los habitantes del pueblo solían referirse a ella como la «Señoría», tal vez como una manera de mantener respetuosa distancia. El actual propietario de la casa era Don Juan, y a pesar de que hacía años que los del pueblo no lo veían y que nadie recordaba su aspecto, todos se referían a él como un hombre muy viejo.

En alguna noche de tormenta, más como un ejercicio de memoria que como una verdadera información histórica, los ancianos relataban que Don Juan, de joven, manejaba escudo y espada, y que había servido al Rey en varias batallas; afirmaban que había sido capturado por sus enemigos y llevado a tierras lejanas, y que allí obtuvo su libertad por propia mano, de manera cruenta y poco cristiana.

Explicaban, ante los ojos azorados del corrillo que, como consecuencia de la terrible vida que había llevado, Don Juan tenía incontables cicatrices, confundidas en la maraña de arrugas que surcaba sus brazos, rostro y pecho. Decían que la más impresionante era la que mostraba en la mejilla izquierda: una profunda marca del color del coágulo, que comenzaba en la comisura de la boca y terminaba en el rabillo del ojo.

Contaban también que una noche de viento huracanado alguien había visto a Don Juan regresar del último de esos viajes; que a duras penas pudo lograr que las diez mulas subieran la loma; que venían cargadas con una enorme cantidad de libros; y que desde esa noche había dado la espalda al mundo exterior, dedicado a sus cosas y olvidado de la vida del pueblo y sus habitantes… que en realidad, no era un cambio demasiado grande, porque nunca había sido hombre de relacionarse con los lugareños. Los niños, decepcionados porque esperaban algo más espeluznante, preguntaban acerca de Vicente, confundiéndolo con Don Juan. Los ancianos suspiraban porque no podían decir mucho sobre él.

Vicente era el criado de Don Juan; bajaba al pueblo una vez por semana en busca de las provisiones, que no eran muchas. Le veían llegar caminando lentamente loma abajo; murmuraban en los corrillos de la plaza del mercado que sus ojos eran muy claros y con extraña expresión, como de alucinado o quizá de sonámbulo. Nadie podía decir si había llegado con Don Juan o si había sido un viajero casual que, de paso por el pueblo, decidiera subir a la casa de la loma a solicitar albergue; de la región seguramente no era y al menos en eso estaban todos de acuerdo.

Vicente hablaba sólo lo necesario sin mirar nunca a la cara. Con una mano trémula y huidiza extraía de su bolsa las monedas de oro puro y, luego de pagar —a veces sin esperar siquiera el cambio—, daba media vuelta y regresaba a la casa tan lentamente como había llegado.

 

 

Ilustración: Valeria Uccelli

Una tarde calurosa de verano hubo un terremoto; cuando la tierra dejó de sacudirse, un grupo de jóvenes voluntarios recorrió los edificios del pueblo, ofreciéndose para ayudar con las reparaciones. No es que los destrozos fueran tantos —nada más grave que alguna pared derribada sobre un patio de cardos, o una ventana torcida a la que debería retocarse el dintel—; pero las tragedias no eran frecuentes en el lugar y cualquier novedad era excusa suficiente para romper la somnolienta rutina.

Entre los voluntarios estaba Fermín, el mayor de los Escobar, una de las familias más antiguas del pueblo. Siempre le había intrigado el misterio que rodeaba a la casa, a Don Juan y a su criado, un misterio alimentado por las historias invernales que los ancianos desgranaban a la luz de la chimenea. Por esa razón, cuando las tierras de la región se vieron sacudidas, no tardó en instar a su grupo a subir la loma para ofrecer ayuda en la casa de los Morales del Jarral; claro que las intenciones de Fermín eran otras, aunque por ese entonces ni él mismo hubiera podido explicarlas.

Los muchachos, cuerpos sudorosos y palas salpicadas de barro, se detuvieron frente a la puerta; Fermín puso un pie sobre el umbral de mármol y golpeó; esperaron y, como nadie respondía, volvió a golpear pero nadie les abrió. Justo cuando alzaba el puño para llamar por tercera vez, cambió de idea y apoyó las manos sobre la puerta; se abrió sin resistencia. El grupo retrocedió algo alarmado; alguien dijo que el dintel se veía torcido y que su Señoría les agradecería sus servicios, pero la voz sonó forzada, como si su dueño, nervioso, sólo hubiese pretendido llenar el silencio. Fermín no se amilanó ni mucho menos; no tardó en entrar en la casa, seguido por los demás.

Cruzaron el aire inesperadamente frío de un pequeño vestíbulo y alejándose de la luz exterior, entraron en un salón vacío de presencia humana pero no desierto; unas oscuras siluetas se destacaban en la espesa penumbra, insinuando esculturas, perfilando muebles y sillones de exquisita factura; en los muros, los cuadros eran rectángulos negros. Fermín bajó la vista, y notó sus pisadas marcadas en el polvo, como si hiciera mucho tiempo que nadie lo barriera.

En el otro extremo había una entrada iluminada; avanzó y pasó al comedor; los demás le siguieron a cierta distancia. Era un recinto de grandes dimensiones y muros desnudos donde una mesa de madera oscura estaba rodeada por sillas tapizadas de cuero; aquí, el piso brillante lucía como recién encerado y nada mostraba descuido. Un extraño trípode de metal blanco ubicado en el centro de la tabla sostenía una gran gema dorada que bañaba de luz la estancia. Aquel repentino cambio, de la oscuridad anterior al brillo del suelo y la intensidad de la luz, obligó a Fermín a entrecerrar los ojos y llevarse una mano al rostro en busca de protección; gimió de sorpresa y sobresalto… pero aceptó aquellas emociones con el corazón agradecido, puesto que en cierta forma las estaba esperando.

Un roce de ropas, o de pasos, les advirtió que no estaban solos. La macilenta silueta de Vicente, de pie en una entrada, hacía gestos apremiantes. Más allá, sumergida en la penumbra, se perfilaba una figura que sólo podía ser la del mismísimo Don Juan. Fermín no podía distinguir sus rasgos, tampoco los del criado; el resplandor del topacio era muy poderoso y frente a sus ojos no dejaba de bailar un persistente manchón luminoso.

—Váyanse —dijo una voz opaca aunque potente.

El grupo se retiró de la casa en silencio. Mientras se alejaban, Fermín miró sobre su hombro, quizá para ver el mustio perfil de Vicente o de su señor en alguna de las ventanas… pero no había nada; en realidad, esperaba vislumbrar el vivo resplandor dorado del topacio. Se preguntó si los demás anhelarían esa gema tanto como él, pero no hablaban; el único sonido era el cansado arrastrar de los pies y el entrechocar de picos y palas.

Esa noche, terminadas las tareas, los muchachos se encaminaron a la posada y pidieron vino del mejor, puesto que la jornada había sido muy ardua y merecían la compensación. Entre brindis y risas contaron sus anécdotas a los demás parroquianos, hasta que le llegó el turno a la casa de los Morales del Jarral. Entonces, un soplo frío se coló en sus almas; las risas se apagaron y las expresiones de los rostros mostraron más seriedad, mientras los ojos miraban de costado; continuaron el relato, pero en voz más baja.

Uno de los muchachos juraba que al entrar en el comedor se podía percibir el tufo infecto y caliente que emana de las porquerizas; el de más allá dijo sentirse muy cansado tras respirar el aire viciado del salón; otro agregó que se pegaba a la garganta como arena agria y desmenuzada; el menor de los Rivera afirmó que al entrar en aquel comedor se habría sentado en las sillas tapizadas de cuero para reposar unos minutos, de no haber sido por las ratas gordezuelas que se perseguían unas a otras sobre la mesa, como si fueran a devorarse entre ellas. Los últimos, más asustados, aseguraron haber escuchado agudos aullidos provenientes de la planta alta; dijeron que, a juzgar por la cantidad, allí arriba debía haber una jauría de lobos y que incluso habían escuchado el repiqueteo de sus zarpas sobre las baldosas.

Entre los parroquianos hubo quienes bajaron la cabeza, serios y concentrados; los más escépticos se burlaron de las fantasías de los jóvenes y desdeñaron sus historias por considerarlas producto del cansancio y del calor de la tarde; pero hubo otros que, tras fruncir ligeramente los labios y terminar el vino de un solo trago, se limitaron a levantarse y marchar, sin despedirse de nadie.

La luna siguió su curso mientras el silencio llenaba la posada. Fermín de Escobar permanecía sentado en un rincón; las llamas del fogón, débiles e innecesarias en la noche templada, dibujaban remolinos escarlata en sus mejillas y ceño fruncido. No había abierto la boca en ningún momento, excepto para tragar el vino, algo poco habitual ya que solía ser el más conversador de los jóvenes, pero no estaba de humor. Había escuchado las historias y les daba vueltas en la mente, como quien juega con una gema, sí… con un topacio, porque los demás habían relatado sus experiencias en la casa y todas eran diferentes a la suya —quizá fue ésa la principal razón por la que pocos tomaran en serio los relatos—; olores nauseabundos, aullidos repentinos, corridas de ratas… ninguno había mencionado al topacio que destellaba sobre la mesa. Fermín rememoró la escena; venía de la oscuridad del salón y por eso el súbito brillo, reflejado en el piso encerado, lo deslumbró, obligándolo a llevarse una mano al rostro; escuchó que los demás entraban en tropel, lanzando exclamaciones. Fermín creyó que estaban encandilados por la salvaje belleza del topacio… pero aparentemente no era lo que había ocurrido. Sacudió la cabeza, sin comprender; el posadero seguía dormido tras la barra y el amanecer despuntaba lentamente por las ventanas; terminó el vino y se incorporó para irse, por fin, a dormir.

 

 

La rutina volvió a instalarse en el pueblo. El terremoto fue olvidado y las casas recuperaron el aspecto dormido de siempre. Fermín pasaba las tardes en la finca familiar, sin más compañía que la de sus padres y hermanas.

Algún tiempo después corrió la noticia de que Vicente había fallecido; una sobrina, decían, llegó al pueblo acompañada por un monje con el fin de darle cristiana sepultura. Como Don Juan no dio señales de necesitar otro criado nadie se acercó a la casa y no volvieron a pensar en él.

Una serena noche al final del verano algunos pobladores llevaron sus asientos hasta la plaza del mercado para disfrutar de la conversación, de las estrellas, del aire templado, y para ver aparecer la luna llena desde el ángulo que formaban los dos montes más altos de la serranía cercana. Fue entonces cuando alguien señaló la casa de Don Juan, con alarma. Desde el techo, contra el cielo oscuro, se levantaba una larga lengua de fuego.

Se aprestaron para la emergencia; se envió el aviso a los demás, que dormían en sus lechos; se reunieron todos los cubos y recipientes que pudieron encontrar y rápidamente se armó una cadena desde la fuente de la plaza hasta la enorme puerta de madera oscura. Golpearon, llamaron, elevaron sus voces; cundió el temor de que hubiese ocurrido lo peor. Entre dos, luego tres, finalmente entre cuatro hombres fornidos pudieron forzar la entrada. El vestíbulo estaba frío como antes e igual de vacío. Allí no había incendio ni luz alguna. Algunos sofrenaron su andar, como estremecidos. Cruzaron el salón de las esculturas y entraron en el comedor; el lugar a oscuras se iluminó cuando prendieron las velas de los candelabros. Algunos subieron para buscar al viejo señor en las habitaciones del piso superior, pero no lo encontraron; tampoco fuego.

Fermín de Escobar, lenta y calmadamente, verificó que no había ninguna piedra sobre la mesa, luego subió con los demás a la planta alta; comenzó a abrir cada una de las puertas; sabía que encontraría aquello que respondería a sus dudas; afinaba el oído para captar cualquier sonido diferente del que hacían los pobladores subiendo a la azotea; refinaba el olfato buscando otros olores que la chamusquina; aguzaba la vista por cualquier resplandor que no fuera el de las llamas que ardían arriba… y allí estaba, sí, un brillo dorado que oscilaba delante de sus ojos, que le señalaba el camino. Lo siguió y detrás de un panel de madera labrada que simulaba un armario encontró la entrada a un pequeño cuarto. Sobre el lecho, sombra sobre sombra, distinguió las facciones de Vicente.

Se acercó y se inclinó sobre el hombre. Tenía la piel pegada a los huesos y una urgencia mortal en la mirada.

—El fuego… —murmuró—. No… no lo apagues.

Fermín asintió; quiso confortar al hombre, pero descubrió una enjoyada daga clavada en su pecho. Lo miró; el otro asintió. Con mano segura, tomó el arma por la empuñadura y la quitó. Entonces, como una visión, apareció el topacio entre las llamas, dorado gema contra dorado fuego, y el deseo de poseerlo más fuerte que nunca. Vicente, que parecía aliviado, dijo entre gemidos:

—Ahora… es tu turno… —Jadeó, se contrajo de dolor y gritó—: ¡Mátalo… ya! —Dicho esto, expiró, sus rasgos relajados súbitamente por la quietud de la muerte. El cuerpo pareció fundirse con las mantas.

Fermín se incorporó poco a poco; se alejó del lecho, cerró el panel labrado y la puerta de la habitación. Como un sonámbulo, bajó y se alejó de la casa.

Mientras tanto, los del poblado, desbocados, llegaban a la azotea. Una casucha de madera desvencijada y maltrecha, que contrastaba con la solidez y sobriedad del resto de la casa, ardía en una gran fogata alimentada por pilas de libros; se veían todavía los restos de un camastro y de unas mantas que eran devorados por el fuego. Pero Don Juan no estaba allí dentro.

En el otro extremo, detrás de la torre, encontraron unos artefactos extraños y una cazuela que contenía un líquido en ebullición. Los que osaron aproximarse se retiraron rápidamente, espantados por el olor. Alguien nombró al Maldito.

Después de un instante de pavor extático los hombres y mujeres soltaron los cubos; usando palos, barras de metal y aún las manos desnudas, empujaron todas las cosas haciéndolas caer hacia el barranco, por detrás de la casa.

Se quedaron en el mismo borde de la azotea mirando hacia abajo; las hilachas de fuego bailaban durante el descenso, los artefactos rebotaban con notas metálicas contra las piedras; pero la caída de la cazuela fue diferente. Descendió perezosamente, como flotando y rotando, y en cada vuelta algo del líquido se proyectaba contra las paredes del barranco, y el hedor subía, golpeaba sus narices, erizaba su piel, y llenaba sus oídos de aullidos, lamentos y maldiciones, de voces agudas, estridentes, salvajes, espantosas…

Nadie pudo moverse hasta que la olla golpeó el fondo. Entonces se levantó una llamarada color topacio, helada y muda que fue tomando forma contra la profundidad del cielo hasta convertirse en una réplica de Don Juan.

La figura levantó su brazo lentamente, señalándolos; abrió la boca y mil sombras voladoras oscurecieron la luz de la luna que empezaba a asomar. La negra oquedad se agrandó hasta consumir toda la forma color topacio mientras un rugido de furia infernal crecía y se extendía como un eco por todos los rincones de la serranía.

Algunos de los que miraban, enloquecidos, saltaron el pretil hacia el barranco, como si allí estuviera la paz espiritual perdida; otros cayeron de bruces, hablando obscenidades y babeando. A la mañana siguiente, con la luz del sol, los pobladores más fuertes buscaron a los muertos y los enterraron envueltos en mortajas y con fuertes ataduras sobre los ojos, que no pudieron cerrar; también recogieron piadosamente a los que habían perdido la razón.

 

 

Ha transcurrido una semana. Fermín sube al carro y sale de la finca de sus padres en dirección al barranco. Al llegar junto al escarpado borde tira de las riendas y se apea. El caballo relincha inquieto, los ojos redondos clavados en las rocas desnudas que se abren casi a sus pies. Se acerca al animal, acariciando su flanco sudoroso mientras busca algo en el morral. Llega junto a las orejas enhiestas y le susurra unas pocas palabras. Entonces blande la daga enjoyada, que brilla multicolor bajo el sol del fin de la tarde; por un instante pareciera que va a clavarla en el animal, pero no lo hace. Corta los arreos, le palmea las ancas para que se aleje, y con un poderoso empujón impulsa el carro hacia el fondo del barranco. El ruido de la madera al quebrarse se mezcla con el relincho lejano y el trotar desbocado. Fermín sonríe; ya casi está hecho. Camina hasta el arroyo cercano y se acuclilla; contempla su rostro en el agua clara. Acerca la daga a la mejilla izquierda y se hace una herida, larga y profunda, que nace en la comisura de la boca y termina en el rabillo del ojo. Más tarde, cuando regresa a la finca, explica a sus asustados padres que sufrió un accidente, que por la gracia de Dios no quedó más herido aún.

Por la noche, Fermín sale de la casa y camina pesadamente hacia la mansión de los Morales del Jarral, que ya casi es suya. Lleva una cicatriz del color del coágulo en la mejilla y la daga en un bolsillo cercano a su corazón. El resplandor del topacio le llena la mente, le dice que es el elegido, le urge a continuar adelante, a subir la loma tal como ahora lo está haciendo. Comienzan a surgir los recuerdos olvidados, que se superponen con los más recientes, con los del muchacho que se llamaba Fermín: sus años de servicio al Rey, las torturas que sufrió en tierras lejanas, a manos de sus enemigos, los tratados de magia que trajo consigo luego de escapar…

Está a punto de cruzar la enorme puerta de nogal cuando ve una sombra que se acerca por el camino; es Vicente, un tímido extranjero que se saca el sombrero y le dice que está de paso por esas tierras, que necesita un lugar donde pasar la noche y comer algo caliente… Aún con la mano apoyada en el picaporte de la puerta, él sonríe; le dice que sí, que es una suerte que haya llegado en tan justo momento porque su viejo criado acababa de morir.

Hasta hoy, ninguno de los Escobar recuerda a Fermín, el mayor de los hijos; Vicente continúa haciendo las compras en la plaza del mercado, callado y huidizo como siempre; los ancianos repiten las historias de Don Juan, sin mencionar el incendio, como si nunca hubiera sucedido; y, por ahora, nadie osa acercarse a la casa de los Morales del Jarral, donde el jazmín sigue floreciendo sobre la fachada, sin importarle la estación del año.

 

 

Graciela Lorenzo Tillard, nacida en Córdoba, Argentina, ha colaborado con fanzines tanto electrónicos como de papel, y en un par de antologías. Uno de sus relatos es «La peste amarilla en la Buenos Aires», que apareció en MENHIR 2 (papel) y en ALFA ERIDIANI 4 (digital). Fue finalista del concurso Ficciones Breves 2009 de Axxón con el relato «VERGÜENZA». Ha publicado prosa, crítica, infantil y poesía, además de traducciones. La lista detallada puede ser consultada en su página web.

Además de otros cuentos junto a Fabio Ferreras, en Axxón hemos publicado LA RESIDENCIA, CARTA A IVÁN, CONFESIÓN, NOME Y YO, VERGÜENZA, TRISTEZA, LA SOMBRA e INSPIRACIÓN.

 

Fabio Ferreras nació en Bahía Blanca, provincia de Buenos Aires, Argentina, en 1972. Estudió Ingeniería Industrial y actualmente reside en la misma ciudad donde nació. Ha publicado en revistas digitales como PÚLSAR, AXXÓN, NUEVOMUNDO, REVISTA 800, ALFA ERIDIANI, ERÍDANO, INSOMNIA —dedicada a Stephen King—, NM, NGC 3660, RESCEPTO, y otras. Otros relatos aparecieron en la revista CUÁSAR o antologías como «Razas estelares» y «Especial Asimov», de Andrómeda, en «Mañanas en sombras» y «Los universos vislumbrados 2». También tiene relatos seleccionados para «Fabricantes de sueños 2007» y «Visiones 2008», antologías publicadas por la Asociación Española de Fantasía, Ciencia Ficción y Terror. Su relato En el patio, con Mortimer, conmigo apareció en «Paura 3».

Hemos publicado de Fabio, sin Graciela, los cuentos VIVIR A DIARIO, CIERTO TUFO A PODRIDO, LA BÚSQUEDA DE LA VERDAD, AUTOESTOP, UNA DE DOS, DESDE LA JAULA, ALIMENTO PARA PERROS, LA TRIPLE MUERTE DE MOFFO MÖNNLY, y TIEMPO (DE) REVELADO (junto a Raquel Froilán).

 

Juntos han publicado aquí los cuentos ESPORA, MATRYOSHKA, CONVERSACIONES y DE ESPALDAS LA OSCURIDAD.


Este cuento se vincula temáticamente con HIDDEN PARADISE, de Daniel Flores; TALISMÁN, de Patricia Nasello y DE ALQUIMIA, de Juan Manuel Sánchez.


Axxón 227 – Febrero de 2012

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Fantasía : Magia : Argentina : Argentinos).

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