Revista Axxón » «El sacrificio», Gustavo A. Courault - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 


ARGENTINA

 

Justo cuando despuntaba el sol el viejo terminó de hacer sus abluciones en el arroyo helado. El viento jugaba con su cabello fino y canoso.

Se arrodilló y apoyó la frente en el pedregullo hasta que le dolió, se irguió, abrió las manos con las palmas hacia arriba y miró al cielo con la mirada extática.

—¡Así sea! —gritó.

Buscó leña en los arbustos de los alrededores, eligiendo las mejores ramas; primero pequeñas y luego más gruesas, para que las llamas fueran tan altas que llegaran hasta el cielo.

Afiló con cuidado el gastado puñal de sacrificio en una piedra, probó el filo con el dedo y lo guardó en una funda de cuero; con ceremonia, lo amarró a su cinto.

Fue hasta el corral y buscó el mejor asno, le puso el bozal no sin trabajo; el animal no se dejó apresar fácilmente. Le ató la leña equilibrando el peso, dos manojos a cada lado.

Vio que el sol estaba alto, era hora de apresurar las cosas. Se secó el sudor de la frente con la manga mientras caminaba hasta su casa con toda la velocidad que le permitían sus viejas piernas.

—Hijo, levántate —llamó, no sin dulzura—, debes hacer un pequeño viaje conmigo.

—¿Un viaje? ¿Adónde? —le preguntó su mujer asomándose desde la cocina y clavándole los ojos azules aterrados. El viejo no contaba con que ella estuviera despierta.

Tomó el brazo de su hijo con firmeza y le devolvió a la mujer una mirada hosca.

—Vístete rápido, te lo ordena tu padre —dijo con una voz que no admitía réplica. La mujer aprovechó y se les acercó secándose las manos con un trapo.

—¿Adónde te llevas a nuestro único hijo? —preguntó, tomándolo de la ropa.

—Al cerro que queda al poniente —respondió el viejo, desviando la mirada.

—¡No me engañas! —chilló ella—. ¡Sé qué tramas!

—Suelta, mujer —se desprendió de ella con solemnidad mientras sostenía el brazo del niño que miraba impávido la escena.

—Tú, vístete —le volvió a ordenar, soltándolo con un empujón—. Y tú, ni te atrevas a detenerme —le indicó a la mujer abriendo los ojos, apretando más los dientes.

—¡Loco desquiciado! —gritó ella, señalando el cuchillo. Se sacó del ojo una mecha de cabello rubio que se le había metido ahí durante la refriega.

El viejo, con violencia, le aferró el cuello con una mano y la inmovilizó contra la pared, mientras miraba cómo su hijo se vestía de prisa. La soltó recién cuando el muchacho estuvo listo. Salió retrocediendo sin darle la espalda, tomando al hijo de la solapa.

El corazón le golpeaba el pecho y la angustia le cerraba la garganta. Todo le pesaba, sobre todo el puñal a su costado.

—¿Adónde vamos, padre? —le preguntó el joven.

—A aquel cerro —respondió el viejo, señalando a lo lejos.

—¿Allí donde sacrificaste todos esos corderos?

—Sí.


Ilustración: Valeria Uccelli

Avanzaron en silencio, sólo se sentía el golpear de las pezuñas del burro sobre las piedras.

El viejo suspiró y detuvo el paso del animal. Miró a su hijo, era seguro que escuchaba los latidos de su corazón. Volvió a mirar el cielo, pero no encontró ni una maldita nube donde posar la vista.

El muchacho lo observó con curiosidad cuando volvió a apretar el paso. Él quiso sonreírle pero no pudo, en lugar de eso reparó en lo parecido que era a su madre y lo poco que se le parecía a él.

Hizo acopio de toda su fuerza de voluntad para ascender al cerro… ya faltaba poco.

Se dijo que debía ser implacable hasta el final; sacó una rama y la usó como bastón para subir el último tramo.

Cuando llegó, vio a su hijo corretear en la cima buscando piedras de colores.

«¿Cómo podré volver a casa?» se preguntó el anciano, mordiéndose el labio inferior.

Imaginó a su bella mujer llorando, mesándose los cabellos. «Entenderá», se dijo, aunque no logró convencerse.

Sin pensar, armó la pira de leña y preparó los elementos para hacer el fuego.

Era la hora.

—Ven —le ordenó al niño.

—¿Qué pasa, papá? —preguntó él, mirándolo con ojos negros y límpidos.

—Sé fuerte. —Le ató las manos atrás con un tiento suave y delgado. El hijo lo miró entre confundido y aterrado y trató de escapar, pero el viejo ya le había amarrado los pies con pericia y lo puso de rodillas.

—¿Qué haces? ¡Me portaré bien, te lo prometo papá! —lloró el niño cuando vio que el viejo desenvainaba el puñal del sacrificio. El sol brilló en la hoja y cegó al muchacho que trató de mantener los ojos abiertos, parpadeando.

El viejo lo tomó para exponerle la garganta. Levantó el arma por sobre la cabeza y dudó sólo un momento.

—¡Deténgase, Alcides! ¿Qué hace? ¿Está loco?

El viejo Alcides quedó suspendido un momento y luego miró en derredor hasta que vio una figura uniformada que avanzaba con su mujer detrás.

—¡No me voy a detener ahora! —gritó el viejo, mientras miraba al comisario que le apuntaba con su pistola reglamentaria y se le iba acercando—. ¡Dios me pide este sacrificio! —continuó, mientras el chico lloraba y se contorsionaba.

El comisario, al ver que Alcides tensaba el brazo para cortarle la garganta, disparó. El viejo cayó al suelo entre gritos de dolor y soltó el cuchillo para tomarse el estómago.

—¡Es fruto del milagro de Dios! —gritaba—. ¡Con mi mujer vivimos en castidad, Él me dio un hijo!

—Milagro de Dios —el comisario rió, nervioso—. ¡Milagro de Dios! —Abrió los brazos y miró al cielo.

—Es hijo de Dios —afirmó Alcides en voz baja—. ¿No ve lo poco que se parece a mí?

—Y lo quería sacrificar —escupió el comisario, parado con las piernas abiertas mientras guardaba el arma—. ¡Loco de mierda! Agradezca que su mujer me llamó apenas salieron de la casa.

—¡No detenga Sus planes! —suplicó el viejo, luchando para alcanzar el puñal.

El comisario se le acercó, alejó el cuchillo con un hábil puntapié y lo miró desde arriba, triunfante. La sangre manchaba la camisa blanca del viejo.

—Ven, Mirta, ya terminó todo —dijo el comisario y desató al muchacho con afecto, con delicadeza.

—Daniel, Daniel —pudo decir por fin y le acarició el rostro.

Los ojos negros y llorosos de Daniel se clavaron en los del comisario, tan oscuros como los suyos.

—Tranquilo —lo reconfortó él, y le pasó la mano por el cabello moreno—. Ve con tu mamá.

Mirta tomó al niño de la mano. Se volvió antes de iniciar el descenso, devolviéndole al comisario una mirada de angustia, pero no dijo nada y se alejó.

—El Ángel de Dios debía detener mi brazo —gimió Alcides, mientras se retorcía por el dolor de la herida.

—Le voy a decir una cosa: ésta —el comisario señaló el arma—, es el Ángel de Dios.

—No, no —dijo el viejo llorando—. Usted no es Dios.

—Pero sí soy el padre de Daniel. Dejaste a Mirta mucho tiempo sola y asustada mientras matabas cordero tras cordero, imbécil.

—¡Apóstata, adúltero! —se retorció Alcides.

—¿Qué tal si el mismo Dios que engendró a Daniel completa el sacrificio? —el comisario tomó el puñal y miró el filo.

—Usted, usted —lloró el viejo señalándolo con el dedo—. No puede ser. ¡No puede ser!

El comisario lo tomó del cabello y le abrió la garganta.

—Eso es por todo lo que la hiciste sufrir a ella, loco de mierda —gritó cuando la sangre salió a borbotones.

Agitado, se detuvo un momento y miró las llamas, la sangre, al viejo. Riendo salvajemente, tomó a Alcides, lo cargó sobre su hombro y lo tiró al fuego.

—Ahí tienes tu sacrificio, hijo de puta —le dijo al cadáver que se quemaba y se limpió las manos llenas de sangre en el pantalón.

Oyó un fuerte batir de alas a su espalda y se dio vuelta con mesura. Un ser gris lo miraba torvamente, rodilla en tierra, ambas manos apoyadas a los costados. Aterrizar siempre le resultaba dificultoso. Plegó con cuidado las alas y se puso de pie.

El comisario retrocedió temblando.

—¿Y Daniel? —dijo el ser, con voz mineral.

El hombre señaló con precaución hacia el camino sin dejar de mirarlo.

El ser miró a su vez, con curiosidad, las manchas de sangre y luego el fuego que crepitaba y vomitaba volutas de humo y llamas al cielo.

—Yo debía detener a Alcides —suspiró.

—Llegaste tarde. —El comisario se apoyó en un risco; comprobó que tenía el arma reglamentaria en su lugar y carraspeó, sentía la boca seca. Con un rápido cálculo mental sopesó las posibilidades que tenía de pegarle un balazo al ser alado o huir escondiéndose entre las rocas.

El ser caminó con agilidad, le cortó el paso y le señaló el arma, sacudiendo la cabeza. El comisario lo miró con rabia y abrió las manos, impotente.

—Adúltero y asesino. —El ser sonrió torcidamente—. ¿Quién va a cuidar a mi hijo ahora?

—Es mi hijo. —El comisario se irguió con los brazos cruzados y la cabeza gacha, desafiante.

Una risa bestial sacudió las alas plegadas, el ser gris se le acercó y el comisario pudo oler cierto tufillo a azufre. Se miraron a los ojos.

—No eras el único con quien engañaba a Alcides. —El ser gris se lamió los labios y se apretó con una mano la entrepierna.

—El viejo Alcides decía que Daniel era hijo de Dios —balbuceó el comisario dándose cuenta de que tenía delante a algo peor que un íncubo.

El ser gris se encogió de hombros:

—Abraham creyó lo mismo —dijo y lo fulminó con un rayo.

 

 

Gustavo A. Courault nació en La Plata en 1958, pero ha vivido casi toda su vida en Santa Fe. Es ingeniero electricista pero se dedica al área de la informática. Escribe desde los 17 años; ganó un premio por un cuento titulado Pensamientos en el colegio secundario, en el marco del taller literario “Santa Teresa de Ávila”. Y aunque por muchos años no se animó a publicar, finalmente recapacitó y desde entonces, cada tanto, nos agasaja con sus trabajos.

Hemos publicado en Axxón sus cuentos EL VAGABUNDO, CUIDADO AL CRUZAR LA CALLE, hWORD y ELLA.


Este cuento se vincula temáticamente con FUERA DEL RIO, LEJOS DEL MAR, de Alexis Javier Winer; NO MIRES HACIA ATRÁS, de Guillermo Galli y EL SEXO DE LOS ÁNGELES, de Juan Pablo Noroña.

Axxón 216 – marzo de 2011

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Religión : Ser fantástico : Argentina : Argentino).


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