Revista Axxón » «Pérez, el inventor», Miguel Canel - página principal

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ARGENTINA

 

 

En la mesada de la cocina, entre restos de cinta aisladora y trocitos de cable pelado, se hallaba al fin concluido el invento del señor Pérez. A simple vista parecía un control remoto cualquiera, pero tenía una función adicional. Lo contempló unos minutos, mientras acababa con un sanguchito de miga. Luego, usando un cuchillo de punta mellada, ajustó el último tornillo: estaba listo para probarlo.

En un rincón de la cocina había un televisor de veinte pulgadas, el más grande que su trabajo en la contaduría le permitía comprar. Pérez lo encendía no bien llegaba del trabajo y lo apagaba cuando se iba a dormir. Pero un día, tal vez motivado por una programación que le desagradaba profundamente —o tal vez por inspiración divina— se le ocurrió una idea que lo hizo saltar de su silla. Le tomó unos minutos anotarla en una servilleta de papel, pero pasaron nueve meses hasta que se encontró encendiendo otra vez el televisor, con la idea concretada en sus manos.


Ilustración: Tut

Comprobó que el cambio de canales seguía funcionando bien, y fue haciendo zapping hasta que encontró un programa lo bastante estúpido como para irritarlo. No le llevó mucho tiempo. Se acomodó en una silla y esperó que el conductor del programa, con su gran micrófono negro, alargado y plateado, llegara al centro de la mega-escenografía. Papelitos de colores caían, un grupo de mujeres bailaba en torno a él, mientras una voz en off reía a carcajadas sobre el barullo del público. En ese momento, el señor Pérez apoyó su dedo sobre el botón que indicaba Mute, y lo presionó. Con un leve chispazo, el televisor se apagó.

Esto no era lo que esperaba; se levantó bruscamente y le dio unas palmadas al aparato hasta que éste volvió a la vida. La escena en la pantalla lo llenó de mudo regocijo. Vio al conductor del programa tumbado en el suelo, entre un caos de asistentes y productores que se agarraban la cabeza y hablaban por sus celulares. Alocada, la máquina de papel picado seguía arrojando su lluvia multicolor en medio del desconcierto. Enseguida la transmisión fue reemplazada por un logotipo del canal.

Por precaución, desenchufó el televisor. No podía descartar que se tratase de una coincidencia, pero pronto desechó la idea; estaba bastante confiado de que su dispositivo había funcionado. Supuso que el apagado brusco se debía a algún cortocircuito accidental. Pensó en arreglarlo, pero sus manos le temblaban tanto que no atinó a quitar los tornillos de la tapa. Decidió irse a dormir para tranquilizarse un poco. No pudo hacer ninguna de las dos cosas.

Encaró el día siguiente en la oficina más tenso que de costumbre, pero con el correr de las horas se relajó. A su alrededor, en el baño o tomando un café, todos comentaban la inesperada y espectacular muerte del payaso de la tele. Era obvio que nadie podía relacionarlo con el asunto, pero no hizo más que asentir, fingiendo desinterés, cuando su jefe se lo mencionó. Hizo su trabajo al nivel de mediocridad habitual, y a las seis en punto ya estaba en el ascensor, con el abrigo bajo el brazo.

En cuanto llegó a su departamento, se dispuso a ultimar los detalles de su precioso invento. No se tomó el trabajo de quitarse la camisa ni la corbata. Mientras el café hervía, el señor Pérez ponía otra vez la tapa del control remoto en su lugar, apretando los cables con dificultad. Sólo usó dos tornillos para ajustarla, pues el tercero se le cayó por el desagüe del fregadero.

Conectó el aparato de televisión y empezó a pasar de canal, buscando un nuevo objetivo donde descargar su ira. Encontró uno de esos programas que comentan entretelones de la farándula —siempre los había odiado—. Una serie de personajes, sentados en un panel, hacían revelaciones indiscretas sobre alguna «estrella» de telenovelas, discutiendo e interrumpiéndose a gritos. Después de unos minutos de aquella cháchara ininteligible estaba ya bastante exasperado; una vez más, apretó el botón.

Esta vez el aparato no se apagó. Alcanzó a ver la cara de su víctima contraída por el dolor, saliendo del enfoque de la cámara. Pérez estaba extasiado; se puso a saltar, a dar vueltas por la casa, a bailar con su gato. La tele seguía prendida en un noticiero que daba la primicia con cornetas altisonantes. Al final, se cansó de tanto ejercicio inusual y fue a darse un baño. No sentía remordimientos, de hecho creía hacer un bien a la sociedad, una labor sucia que nadie más podía realizar. La sensación de poder lo iba envolviendo junto con el vapor de agua de la ducha.

Durante el resto de la semana, el señor Pérez se entregó al placer de aniquilar gente a control remoto, aunque se impuso la regla de sólo-uno-por-día. Sorprendió a todos con su buen humor en la oficina, y comenzó a caminar erguido. Parecía haber bajado algunos de esos kilos de más que había acumulado en años de sedentarismo. Hasta su pelada parecía brillar radiante. La noche del jueves, se envalentonó mirando un programa de análisis político y casi extermina al presidente de la nación. Pero no se atrevió al magnicidio, y se contentó con darle muerte al flaco anteojudo que conducía el programa.

Por las mañanas se deleitaba viendo las portadas de los diarios, que denunciaban en grandes titulares la peor afrenta a la libertad de prensa desde que se tuviera memoria. Las columnas editoriales estaban llenas de palabras como caos, estado de derecho, medidas urgentes y toque de queda. En los estudios de TV, las cajitas de antidepresivos se acumulaban en los cestos de basura. Se hacían reuniones de ejecutivos que llegaban en limusinas, con trajes negros y caras largas, y se iban con trajes más negros y caras más largas aún.

En contraste, la gran mayoría de la gente, en sus hogares, sentía el viento fresco, otoñal, de la renovación. Hubo una sorpresa inicial por la serie de infortunadas muertes, pero no tardó en dejar paso al morbo popular. Se hacían apuestas sobre quién sería el próximo en morir, y se arremolinaban frente a las pantallas para no perderse el momento trágico. Pérez se regocijaba en secreto escuchando los comentarios de sus compañeros de oficina. Algunos sostenían que todo era una pantomima, parte de un gran programa en el que colaboraban todos los canales. Sin que nadie más lo supiera, se convirtió en el productor y conductor del circo más grande de toda la historia de la televisión. Estaba en el aire.

Como medida preventiva, y dado que nadie quería arriesgar su vida saliendo en la tele, se suspendieron todos los programas en directo. Primero los reemplazaron por series pasadas de moda, con actores ya fallecidos. Pérez, que siempre había sido un nostálgico, sintió que de algún modo había logrado su cometido. Se sentaba en su silla a ver a sus viejos ídolos en blanco y negro. Pero el éxito no le duró mucho tiempo. Unos días después de la suspensión, un canal se atrevió a poner una novela grabada apenas el año anterior. Cuando se comprobó que ninguno de los actores moría en forma súbita, otros canales siguieron los mismos pasos. Pronto, la mayoría de los programas estaba de vuelta en el aire, grabados y editados siempre el día anterior.

El señor Pérez cayó en desgracia. Siguió adelgazando, porque ya prácticamente no comía. Pasaba la noche en su cocina, devanándose los sesos, tratando de encontrar alguna forma de potenciar su invento para que actuara aún sobre los programas grabados. Intentó toda clase de reformas, pero sabía desde el principio que este problema era insoluble, pues implicaba dirigir su rayo hacia el pasado. Al fin, desanimado, abandonó el proyecto.

Se deprimió, pasó varios días enfermo, faltó al trabajo. No dormía bien; los pensamientos revoloteaban como cuervos por su cabeza, pero no lograba visualizarlos con claridad. Una noche soñó que llegaba al trabajo y su jefe era Groucho Marx, que había descubierto su invento y le cantaba socarronamente que estaba despedido. Tenía que descender los veinte pisos por la escalera de emergencias, pero cuando creía llegar a planta baja, veía que en realidad era el subsuelo veinte, y tenía que ascender y descender, una y otra vez.

Despertó de golpe, respirando con dificultad, como si hubiera subido escaleras toda la noche. La habitación estaba a oscuras: eran recién las cuatro de la mañana. A pesar de la agitación, no pensaba en el extraño sueño. Sin saber cómo, había atrapado esa idea elusiva. Era tan evidente ahora que se sintió como un tonto por no haberlo hecho antes. Otra vez inspirado, saltó de la cama para trabajar sobre su invento. Se vio luchando en pijamas contra el circuito, inservible después de tantos experimentos fracasados, y no tuvo más remedio que volverse a acostar. No obstante, dejó toda su idea anotada en un papelito.

Durmió hasta poco después del mediodía, y se levantó de buen ánimo. Fue hasta un negocio de electrodomésticos. Se compró un nuevo televisor, no muy grande, por supuesto equipado con control remoto. Soltó una carcajada cuando el vendedor le ofreció la garantía extendida. De vuelta en su cocina, trabajó con la seguridad del que sabe que tendrá éxito. Esta vez no hubo tiempo para sanguchitos, pero picó algunas aceitunas mientras colocaba las pilas y aseguraba la tapa del control.

Encendió el aparato, y puso el canal de la hora. Eran las siete de la tarde, un momento ideal para probar su invento. Sintonizó el noticiero de mayor audiencia y se sentó unos minutos en su silla. Las manos le temblaban un poco, pero al fin se decidió. Dirigió el control al centro de la pantalla, cerró los ojos, y apretó el botón que indicaba Off. La imagen desapareció abruptamente, y surgió un olor a cable chamuscado. El control remoto cayó de la mano inerte de Pérez, quien se desplomó a su vez en el suelo. Apenas unas horas después, los diarios de la tarde informaron sobre la muerte súbita de diez millones de televidentes.

 

 


Miguel Canel nació en La Plata en 1978. A los 10 años comenzó a tocar la guitarra y escribir cuentos. Aunque optó por la música como medio de expresión (con varios discos editados), continúa escribiendo en forma parelela y prácticamente inédita. Sus autores favoritos son Poe, Alfred Bester y William Gibson. Ha publicado algunos microrelatos en Axxón y en La Sonriente cocina de Peloncha.

Hemos publicado en Axxón tres microcuentos suyos: REEMPLAZO, RESURRECIÓN y LAS ARMAS LAS CARGA BEETHOVEN.


Este cuento se vincula temáticamente con E.T.-V., de Judith Shapiro.


Axxón 260 – noviembre de 2014

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Fantasía : Televisión : Televisión basura : Manejo de masas : Argentina : Argentino).

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