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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

ARGENTINA

 

 


Ilustración: Ariel S. Tenorio

Soñó una noche que arrancaba su vieja rural y abandonaba la estancia para ir a la ciudad en busca de provisiones.

El sol se ponía a su derecha dejando sombras y destellos, encegueciéndolo un poco en el mar de trigo. En la visión rojiza de la ruta no había nadie, ni siquiera los animalitos, que ya se escondían por miedo a las yararás. (¿Yararás? ¿Qué yararás? ¿¡En la habitación hay yararás!? ¡Ah…! Pero esto es un sueño…)

José manejaba kilómetros intentando llegar al pueblo. Él sabía que ese no era su nombre, pero en el sueño era José, de la misma manera en que sabía que el pueblo estaba más cerca en realidad, aunque en el sueño los kilómetros se extendieran por demás. El sol ya no estaba y la luna asomaba la frente por el borde del horizonte hacia donde se dirigía José, dándole la cara a pesar de que el este quedaba en otra dirección.

Dejó atrás los sembrados y los graneros, y comenzó a atravesar el bosque de Colin siempre con el motor de la rural vibrando por la velocidad, siguiendo la ruta que le marcaba la luna. A punto de despegarse de la línea oscura de la tierra, ella crecía en proporciones exageradamente grandes y redondas, como si la estuvieran inflando sin parar. José vislumbró por fin en el horizonte las luces rojas del poblado y apretó el acelerador, mientras sentía que el satélite de la Tierra nacía para aplastarlo.

Entonces un silbido le atravesó los oídos como presagio de la realidad, un chirrido parecido a metal oxidado, aumentando a cada momento y desencajando a la luna de sus goznes, como si fuera de utilería, una enorme puerta de papel de utilería, redonda e iluminada que se sacudía. Más adelante un cartel indicaba ceder el paso. El auto se detuvo.

José observó la luna y, entendiendo el silbido amplificado, comenzó a gritar viendo caer el misil.

 

 

La habitación tembló unos momentos por una mina activada en el campo vecino.

Giró sobre la cama e intentó seguir durmiendo, pero los ojos no se le cerraban por miedo a revivir alguna de las tantas pesadillas. Tuvo que levantarse. La realidad era muy cotidiana para él, demasiado igual a sí misma, el color de las paredes, la ausencia de ventanas, el encierro, día tras día sin diferencias sustanciales de rutina. La habitación era rectangular y bastante pequeña, con los aparatos ordenados sucesivamente en la manera en que los usaba mientras pasaba el día. Por supuesto, el más importante, el reloj digital que funcionaba almacenando calor en un sistema de compleja retro-alimentación, estaba al lado de la cama, visible desde cualquier ángulo.

Esa mañana, como todas las otras, abrió su desayuno enlatado. Tomó un solitario vaso de leche hidratada y refregó los platos con el gel para limpiar, pasando luego a cualquier actividad trivial que lo ayudara a olvidar el paso del tiempo.

Después de estar meses enteros encerrado en los mismos cuatro muros, lo único que esperaba todavía era que se acabaran las provisiones de comida mientras se suponía que el mundo se destruía al otro lado de las paredes blindadas. Durante la espera había adquirido algunas obsesiones comprensibles, como el orden en que había acomodado los aparatos, o la manera en que abría las latas siempre con tres agujeros iniciales y después el resto de la circunferencia, o la regularidad con que pensaba en abrir un agujero en el metal y sentir el aire limpio y natural, sin importar los peligros.

En un comienzo, durante los días en que todavía recordaba cómo se veía el mundo de afuera, había sufrido ataques severos. En un momento dado abría los ojos luego de una siesta y empezaba a sentir con horror que las paredes se apretaban. Como si se tratara de una casualidad, el renovador de aire hacía una pausa y la mente agotada le mostraba una densa nube de gérmenes y virus mutantes que entraba del exterior a través de las ranuras. Entonces se acurrucaba en un rincón, sobre la cama, paralizado de miedo, y lloraba su encierro con suaves movimientos de pecho, hasta que la habitación recobraba el tamaño habitual y el renovador de aire se ponía en marcha otra vez. Después de un mes entero de ataques casi diarios esa etapa había pasado, y la calma de sentir que se acostumbraba al nuevo tipo de vida le había devuelto las fuerzas y lo había dejado conforme y casi feliz.

Pero la guerra biológica se había extendido más de lo que todos habían esperado, en tiempo y espacio, y él miraba pasar las horas en su reloj de calor sin hacer nada en absoluto, totalmente alienado, un ente exterior al mundo y la vida.

A veces pensaba que con seguridad la guerra había terminado y con ella el abandono y las enfermedades, y que él seguía ahí porque nadie se había acordado de devolverlo a la realidad. Le resultaba graciosa la imagen de pensarse viviendo en un refugio bajo tierra mientras el resto del mundo trabajaba y cumplía con sus tareas, rodeados de bullicio, algunos metros más arriba, sin siquiera acordarse de una guerra que había terminado minutos antes. Y vivía con esperanza unos días, lleno de vitalidad y una ilusión ligera, hasta que la razón lo golpeaba, diciéndole que era imposible que nadie de todos sus conocidos en la ciudad se acordara de él. Entonces retomaba la monótona rutina con los aparatos, sin saber qué era peor, si estar solo y encerrado o estar solo porque nadie se acordara de él. La soledad le pesaba, su ego se disolvía por la falta de compañía, y dudaba de si quería compañía por el bien de la especie o sólo por el deseo de salvarse y ser reconocido como sujeto otra vez.

Otra mina se activó y explotó momentos antes de que el reloj pasara a marcar almuerzo. La habitación tembló con brusquedad. Las piedras levantadas por la detonación cayeron con golpes sordos sobre la tierra y con varios clanc metálicos. Completamente azorado, detenido en pleno juego de solitario con las cartas, se quedó un rato largo meditando de dónde provenían los golpes metálicos. ¿Era posible las piedras hubieran caído sobre el techo? Tenía la sospecha de que en algún momento habían minado el campo de alrededor, dado que pasado un tiempo desde que lo mandaran a guardar a esa caja de concreto y lo que sea que fuera el metal que recubría, escuchaba a diario decenas de truenos lejanos. Pero nada grave podía estar pasando. Los días agitados habían terminado casi en seguida y el silencio había seguido. No parecía que quedaran seres vivos que detonaran las minas; incluso la computadora que formaba parte del refugio indicaba que todo estaba contaminado en un radio de quinientos kilómetros. Con cuatro metros de tierra encima el refugio no corría peligro.

¿Cómo era entonces que ahora escuchaba golpes de piedras? Era la segunda explosión del día, ahora que lo recordaba. ¿Habría escuchado bien? Tal vez las pesadillos estaban tomando un camino nuevo y desconocido, transmutando en alucinaciones. Estaba extrañado y no podía recordar lo que le habían enseñado sobre la estructura de la habitación. ¿Estaba preparada para soportar los golpes? La idea lo inquietó sobremanera y le empezaron a cosquillear los dedos de las manos; podría hasta quedar aplastado si la próxima explosión era muy grande. La vista se le puso borrosa. ¿Y si no había modo de que se salvara cuando las bacterias mutantes entraran por la primera rendija que apareciera, y se lanzaran sobre él como cazadoras entrenadas?

Se dominó y recobró la entereza. El pánico le era demasiado cercano para caer en sus manos con tanta facilidad, había enfrentado los efectos del encierro demasiadas veces. De todos modos, cuando saliera, si es que alguna vez lo hacía, lo más probable era que no hubiera nadie para felicitarle su acto de supervivencia.

Volvió a concentrarse en el juego y esperó que las explosiones no se repitieran. Hasta que le dieran ganas de almorzar podía salir de la realidad en alguno de sus tres releídos libros de papel —muchosmás había en la computadora—;sin duda habían sido la única elección correcta en el momento del encierro.

 

 

Sueño.

Con el auto y por el camino, corría hacia el pueblo sintiendo el aire acondicionado golpearle la cara. Odiaba eso, pero las ventanillas no bajaban.

El camino estaba embarrado. Parecía que la infortunada lluvia del día anterior había deshecho la senda. Sin embargo el auto iba a ciento cuarenta sin ningún problema.

Se acordó, sentado en la butaca mullida del auto, que la única vez que había viajado a esa velocidad por un camino de tierra, había sido cuando se había enterado de que la guerra había comenzado y estaban atacando la ciudad. Su familia estaría sola en la casona, había pensado, seguro preguntándose si él todavía estaba vivo.

La luna, que había ido creciendo mientras se le acercaba, titiló unos momentos despidiendo algunas chispas y luego se apagó.

 

 

Otras dos explosiones y golpes más fuertes en el techo.

Esta vez los temblores fueron más intensos y sacudieron mucho la puerta blindada, que pareció aflojarse. Miró un rato en la dirección de la puerta, abstraído, como desde otra realidad. Luego los temblores de la tierra se le metieron adentro y se le atacaron los nervios por la emoción de pensar que en la próxima sacudida podría estar afuera, que la puerta podría abrirse y que por fin le dejaría respirar algo más que el gastado aire de la habitación. Las manos le comenzaron a temblar y se le secó la boca; sentía unas incontrolables ganas de llorar por no sabía qué, como los niños asustados que viven una experiencia nueva y escalofriante que ningún adulto se toma el trabajo de explicar. Los temblores se convertían en lágrimas y agua, la tierra se convertía en agua, ¿hacía cuánto no veía un río, una laguna, el mar? Agua fluyendo, naturaleza fluyendo como debe fluir la vida, como no fluía su propia vida, detenida en el refugio. La conmoción lo había dejado petrificado, ya no podía saber si deseaba o no que llegara la próxima explosión. Como una oleada de agua fresca, acudió a su mente la imagen del cielo limpio de una tarde de verano, con el sol cayendo entre algunas hojas grandes y verdes y sobre el pasto de un parque, volviendo desde sus recuerdos más profundos. Lo hacía tan feliz salir al menos un momento y al menos en su cabeza de la esfera gris del refugio. Sabía que sólo eran recuerdos y que nada de todos esos lugares y personas quedaban ahora, pero la razón no le servía de nada en ese instante, necesitaba con desesperación tener la posibilidad de escapar al encierro.

Reviviendo todavía los paisajes que la mente le había devuelto y todavía abstraído, pasó la tarde como en trance, en un espectacular sopor de bienestar y placidez que lo hacía parecer bajo el efecto de alguna droga.

 

 

El reloj de calor marcó cena.

Una nueva explosión, tierra que caía y la libertad de la puerta.

Desde la cama miró estupefacto la escalera demarcada por el orificio. No entraba en su cabeza que de pronto fuese libre de salir del salvador pero infernal refugio. Y aunque quería correr hasta la puerta no podía moverse.

Y ahora, ¿qué será del mundo?, pensó. A lo mejor me encuentre con que una manifestación de animales finalmente detuvo la guerra, se dijo recordando la canción «Sobreviviendo» de Víctor Heredia, y se dejó llevar por un arrebato de risa histérica.

Recuperando el aire de a poco, se paró y caminó tembloroso hacia la puerta. Sus terminales nerviosas le decían que estaba rodeado de algodón. La puerta caída daba a una pequeña cámara circular, sobre cuya pared se encontraba la escalera de hierro que llevaba a la superficie. Había grietas gruesas en el cemento de la cámara. Cuando pasó junto a la pantalla de la computadora enclaustrada en la pared, notó que un letrero de «ATENCIÓN» había aparecido activado por la desaparición de la puerta. Pasando por alto lo que con certeza serían los protocolos de protección de su salud, subió por la escalera de hierro hasta la puerta trampa que la tapaba, liberada también por las explosiones, y sacó la cabeza al aire del atardecer mientras sentía que algo se aflojaba en su interior.

Era el atardecer. A pesar de que nunca se había sentido atraído por los atardeceres, ahora no podía soportar la emoción que le generaba la escena. Con medio cuerpo fuera de la escalera y la pesada puerta trampa colgando a un lado, sintió sobre la espalda la tibieza del sol que se ponía, y el aire del día le llenó la cabeza con una frescura que lo hizo marear. Muy a lo lejos podía observar los restos de los edificios que se habían salvado en la ciudad, grises y solitarios a la luz del sol de la tarde. Estaba tan feliz.

Quiso apreciar sus pies sobre el suelo blando cuando hubo memorizado el paisaje. En seguida miró alrededor, notando por vez primera que la tierra que antes había tapado el refugio cuatro metros hacia arriba, había abandonado la función inicial y dejaba al desnudo parte la estructura, como si se hubiera creado un cráter en donde la puerta trampa era una chimenea. Para bajar y llegar a la tierra oscura iba a tener que saltar o colgarse de la puerta.

Una ola de cansancio lo acometió y decidió dejar para la mañana siguiente la excursión al campo. Se había olvidado de todas las meditaciones anteriores, las preocupaciones y el miedo a salir. Esa noche durmió como no lo había hecho desde hacía meses.

 

 

El despertador sonó a la hora de siempre.

Mientras excepcionalmente se hacía unas tostadas junto con la lata del desayuno y programaba la computadora para que rastreara otras máquinas como ella por la zona, dejó que su cabeza paseara por las escenas del día anterior.

Después de comer y de bañarse en la pequeñísima ducha —aunquebañarse era cubrirse el cuerpo con el mismo gel con el que limpiaba los platos—,caminó tranquilo hacia la puerta y subió otra vez. Un viento suave y libre le removió el pelo cuando asomó la cabeza y no pudo más que sonreír ante esa olvidada sensación.

Se descolgó de la puerta como pudo, sin preocuparse por el modo en que iba a hacer para subir: el terreno de alrededor estaba lleno de escombros, y en el fondo guardaba la esperanza de que por algún golpe de suerte no tuviera que volver.

Caminó largo rato por el campo que había sido de su familia. No había ningún ser vivo, no se podía encontrar ninguna señal de vida, ni siquiera una paloma, un ratón, un mosquito. Aunque por momentos lo asustaba toda esa inmensa soledad y la falta de las cuatro conocidas paredes del refugio, esa misma soledad lo alentaba a caminar tranquilo, sin necesidad de temer alguna situación imprevista.

Pronto se lamentó de no haber llevado consigo nada para comer o beber, ya que el sol estaba fuerte. No recordaba que hubiera sido así antes de la guerra, pero bien podía ser que la memoria lo estuviera engañando. Más tarde, un poco por el largo tiempo que había pasado encerrado sin ningún tipo de ejercicio, un poco por las secuelas de la guerra, se sintió mareado y cayó al suelo. Una imagen oscura con luces rojas se presentó unos kilómetros más adelante, desvaneciéndose en el aire junto con su consciencia. La respiración se hizo pausada y superficial, y enseguida todo se volvió negro.

 

 

Cuando volvió a abrir los ojos el sol ya se había acercado bastante al horizonte y el calor le pesaba en la nuca y en la boca pastosa. Había pasado mucho tiempo ahí caído.

Se incorporó lento, concentrado en evitar mareos. Tenía muchísima sed y buscó rápido el refugio con la mirada. No estaba tan lejos, pero tenía que tener cuidado de no agitarse y taparse la cabeza con algo para evitar más sol.

El mayor problema fue alcanzar la escalera. Le faltaban veinte centímetros para llegar a la puerta trampa y no se sentía en condiciones de juntar escombros. Analizó la situación por unos momentos y no encontró otra solución; empleó la poca energía que le quedaba en apilar junto al cilindro de la escalera un montón de escombros pequeños, que al final funcionaron perfectamente como nivelador.

Una vez que hubo entrado se sirvió un abundante vaso de agua y lo acompañó con otro vaso más y las tostadas que le habían quedado del desayuno. Luego, algo más recobrado, se encontró con que ya se había sacado la ropa sudada y se sin pensarlo dos veces se acostó a dormir.

Mientras el sueño lo acariciaba lentamente con su dulce mano, pensó si sería él el único sobreviviente de la guerra, el único ser humano de la zona. Imaginó que mucha gente debía haber hecho lo que él en sus sendos refugios, y ya no pudo seguir con las cavilaciones sobre toda una nueva generación de personas acostumbradas a vivir sólo en refugios, que el sueño lo venció.

 

 

La noche que siguió no fue por mucho una de las mejores.

Ya acostado, con las luces apagadas y en medio de sus pensamientos, había dormido.

Pero en la mitad de la noche un chucho de frío lo había acometido. Con una sola parte de la mente despierta, había podido pensar que las puertas abiertas eran algo que no había habido nunca y que a eso se debía el frío, porque, aunque el reloj de calor marcaba los momentos del día, no señalaba las estaciones del año.

Se levantó, somnoliento, y se echó una frazada sobre los hombros, contemplando la luz de la luna que se asomaba tranquila por parte de la escalera. Intrigado por tantos años sin ver la noche, se asomó a la cámara circular y miró hacia arriba. Un círculo de noche estrellada lo saludaba. Trepó la escalera para observar el cielo en toda su anchura. Siempre había adorado la noche, la luna sobre todo. Y volver a encontrarse con ella después de tanto tiempo, le hizo recordar cuánto la extrañaba y la libertad que sentía a su lado.

Pasó un rato en arrebatada observación mientras el paisaje se mantenía tibio y silencioso alrededor.

Luego entró al refugio y se acostó bajo la frazada recién agregada. El frío volvió más tarde y siguió casi toda la noche, entre sudoraciones y escalofríos violentos.

 

 

No se despertó hasta cerca del mediodía. Lo sorprendió verse tapado con tres frazadas y no con una como había pensado, y sobre todo estar acostado todavía. Era seguro que el despertador había sonado, pues estaba programado y la alarma no era cosa de pavadas. Sonaba y uno tenía que despertarse. Al parecer el sueño había sido más pesado que de costumbre.

Desayunó liviano, sólo media lata, a pesar de que sabía que no almorzaría hasta pasadas unas horas.

Salió de la habitación a la columna de la escalera y miró el cielo. El sol le caía sobre la cara haciéndole sentir un renovado amor por la vida. Subió la escalera de hierro y otra vez asomó la cabeza para encontrarse con un día espléndido. Entre los escombros crecían yuyos y pastos verdes, el cielo se sonreía en celeste y el sol lo rodeaba todo. Parecía que en ese lugar ninguna guerra había pasado y que la vida natural seguía como había sido siempre. En ningún momento se le ocurrió pensar en la gente que había perdido y que nunca volvería a ver, aunque recuperarlas sería siempre en el fondo de su mente el mayor deseo.

Cuando bajó de la puerta trampa, se puso a examinar con más cuidado los escombros de alrededor. Supuso que habría muchas cosas por encontrar y se sentía animado y dispuesto, un buscador de tesoros enterrados, futuro dueño de maravillosas historias encerradas en pequeñas cosas que en otro momento habían parecido sólo chatarra.

Caminó alrededor del refugio, alejándose algunos metros y volviendo luego cerca de la construcción, revisando el suelo continuamente. El vaivén no lo cansaba, hacía mucho tiempo que no convivía con la naturaleza y el encuentro lo animaba.

Entre unos de los escombros más alejados un reflejo le llamó la atención. Después de buscar un poco dio con una lapicera. El descubrimiento lo llenó de asombro. ¿De todo lo que existió, solamente sobrevive una lapicera?, pensó. La vida sí que es excéntrica. La tomó fuerte entre las manos, como queriendo evitar que se desvaneciera con el sólo hecho de tocarla, y la observó largo rato. Luego se la guardó en el bolsillo.

Entrada la tarde, cuando ya había revisado todos los escombros por lo menos dos veces y las fuerzas le empezaban a flaquear, decidió regresar al refugio. Empero, en el camino se vio retrasado, ya que cerca de una de las paredes de concreto encontró unas pequeñas flores rojas que captaron su atención. No le importó no haberlas visto antes y con enorme emoción las recogió con un terrón de tierra para llevarlas a la habitación. Podían no ser alguien con quien conversar, pero la simple presencia de otra forma de vida le aplacaría la soledad.

Mientras hacía un gran esfuerzo por trepar hasta la puerta trampa con una mano ocupada, un ligero frío le recorrió la espalda. Viejo en el recuerdo, sabía que ese frío ya lo conocía, pero le era imposible identificarlo. Casi instantáneamente, bajando por la escalera, un enérgico ataque de fiebre le inundó el cuerpo. Se echó en la cama sin desvestirse. Tapado hasta el cuello, sentía los brazos y las piernas pesadas, tiritaba de frío a pesar de las frazadas y le costaba enfocar la vista.

Por un momento una imagen muy conocida flotó ante sus ojos: una luna enorme detrás de un horizonte de luces rojas. Ya sin poder resistir tanta fiebre, su mente lo indujo a un sueño casi inconsciente. La luna y las luces permanecieron allí y fueron las cuidadoras de la cama, que ahora estaba en medio de la ruta rodeada de campo, hasta que algunas horas más tarde el ataque de fiebre pasó y el sueño continuó tranquilo.

 

 

El reloj marcó cena.

 

 

Se despertó cansado con la ropa pegada al cuerpo. No entendía por qué se sentía solo, hacía mucho que no tenía ningún tipo de compañía. Por lo menos sentía algo de alivio físico.

Se dio una ducha rápida, terminó a duras penas la lata de comida que había abierto durante el desayuno, y descubrió las flores y la tierra desparramadas al pie de la escalera. Se sintió acongojado por haber maltratado a la única compañía viviente que tenía, pero no recordaba nada desde que había empezado a bajar las escaleras. Después de calmar el ardor de su garganta, buscó una taza en la que colocarlas. Él no lo notó más que como una pequeña falta de pulso, pero las manos le temblaban como hojas mientras acomodaba las flores dentro de la taza.

Haciendo cálculos mentales, decidió no hacer más excursiones por ese día, aunque quedaran algunas horas de luz. No sabía qué era lo que lo estaba afectando y no quería ponerse más en riesgo. De cualquier manera, no tuvo mucho tiempo para relajarse. Media hora más tarde otra sesión de fiebre le atacó el cuerpo.

Mientras su temperatura subía, la habitación se teñía de rojo: luces rojas, sonidos rojos, paredes rojas; parecía que ya estaba muy cerca del pueblito y la luna brillaba en el fondo de su mirada, porque la soledad iba a terminar en cualquier momento.

Lo que él no sabía, era que durante el tiempo que había durado el encierro su cuerpo no había necesitado poner en marcha el sistema inmunológico, y los estragos que la guerra había provocado incluían enfermedades virósicas nuevas y bacterias tiempo atrás olvidadas. Lo más probable, por la zona en la que se encontraba el refugio, era que un virus de los nuevos estuviera atacándolo.

Sólo le quedaba esperar a que se cumpliera el ciclo.

El poco perfume de las flores se esparcía por la habitación.

 

 

La noche pasó y también la mañana. El enfermo sufría postrado en la cama un nuevo ataque de fiebre, doblegado por la biología. Un poco más largo que los anteriores, resultó en una serie de imágenes extrañas que surgían de su mente y le causaban un espanto atroz del que no podía escapar.

La escena del auto corriendo por la ruta que había aparecido tantas noches, dejó una huella horrorosa en el enfermo al proyectar un enjambre gigantesco de insectos deformes que atacaban la luna tan amada y se la comían como si fuera parte de la cosecha, y que luego se dirigían al auto con infame velocidad. En el momento justo en que golpeaban contra el parabrisas y se desvanecían en el aire, el muchacho de la cama empezó a gritar desesperadamente, con los ojos abiertos por momentos y cerrados con fuerza por otros, intentando alejar con las manos demasiado pesadas el enjambre que se acercaba con deseo carnívoro.

 

 

El reloj de calor continuó marcando los tiempos del día sin prestarle atención al que sufría de fiebre, cumpliendo al pie de la letra las instrucciones de sus circuitos.

La mañana siguiente llegó soleada para compensar la penumbra que pesaba sobre la habitación. El sol recorría el cielo, sin saber qué era lo que ocurría dentro de las cuatro paredes blindadas del refugio.

Cerca del mediodía, el perfume de las flores comenzó a decaer. Junto a la puerta la computadora presentó el informe final de la búsqueda de otras computadoras activas, con un diez muy definido entre las líneas de palabras.

Las horas pasaban entre largos ataques de fiebre, extraños momentos de aparente claridad, e imágenes de locura que atravesaban su mente y la habitación. El enfermo no mejoraba, el aliento parecía abandonar al cuerpo que por tanto tiempo le había dado alojo.

 

 

Un día, que podía haber sido el sexto o el noveno, el de la cama abrió los ojos con cierta confusión mientras la fiebre le daba un respiro.

Miró la habitación con una punzada leve de dolor detrás de los ojos y encontró la taza con las flores secas. Las vicisitudes de la vida quisieron que en ese momento, el ramo reseco significara mucho más para el muchacho de la fiebre que unas simples flores que ya se habían marchitado. Algo en el fondo la mente le dijo que tenía que sacarlas, que por haberlas sacado de la tierra tenía la culpa de su muerte y que era responsabilidad de él devolverlas a la superficie.

Y quiso levantarse, pero días enteros en cama con más de treinta y nueve grados de fiebre, habían exprimido sus fuerzas al punto de no permitirle siquiera sentarse. Entonces había estirado la mano, se había incorporado a medias, había murmurado alguna especie de disculpas a las flores y en el último intento de alcanzarlas había caído de la cama, golpeándose la cabeza contra el suelo.

La conciencia dejaba para siempre su cuerpo, y antes de morir un último consuelo saltó con fuerza al frente de sus ojos.

Corría con el auto por la ruta, pensando en la fiesta que le esperaba en el pueblo, escuchando el viento en los oídos y viendo la luz de la luna invadir todo rincón.

La noche estaba en completa calma y por fin todo volvía a la normalidad.

 

 


Judith es una escritora argentina que empezó eso que se llama carrera literaria hace diez años, y que hace bastante no se mostraba públicamente. De 2004 a 2007 Participó del Taller 7 de ciencia ficción y, a raíz del trabajo ahí realizado, tiene publicaciones en diferentes revistas virtuales, entre las cuales se cuentan tres relatos en Axxón. Sus autores favoritos son J. G. Ballard, Mario Levrero, Phillip K. Dick, Cordwainer Smith, entre otros. Es Profesora en Antropología por la Universidad Nacional de Rosario y, en otra faceta, es bailarina, acróbata aérea y profesora de la disciplina en varios talleres en Rosario.

En Axxón hemos publicado sus cuentos E. T.- V., MUERTE CON-CEP-TUAL e IDEAS.


Este cuento se vincula temáticamente con LA BESTIA Y LOS TRES CERDITOS, de Cristian Acevedo, CUANDO LOS ADMINISTRADORES DE SISTEMA GOBERNARON LA TIERRA, de Cory Doctorow, y CUADERNO DE SOBREVIVIENTE, de José Altamirano.


Axxón 269

Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Ciencia Ficción : Psicológico : Argentina : Argentina).

2 Respuestas a “«Desde el refugio», Judith Shapiro”
  1. Me enganché con la forma de contar la vida en el encierro, es verosímil y se abre y va explicando las razones del cuarto de acero; claro que las posibilidades que provienen de delirio mezcladas con las reales van llevando al lector a seguir la lectura y en forma inconsciente acepta y duda, acepta y duda, mientras sigue el texto abriendo brechas el lector las sigue convencido. El final se comienza a vislumbrar desde que aparece la fiebre pero deja lugar, como en juego a aceptarlo o dudar.

  2.  
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