Revista Axxón » «La velocidad de los neutrinos», Juan Carlos Garrido - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

ESPAÑA


Ilustración: Aradano

Esta vez, Bertha casi me pilla. Estoy acostumbrado a contemplarla con deleite e impunidad en casi todo momento, si bien, desde que llegó esta mañana, no cesa de escrutar a todo el personal masculino del CERN, buscando quién pudo ser el que le envió ayer el ramo de flores.

Cuando la dependienta me preguntó en francés si quería añadir una tarjeta, me quedé petrificado, no es de extrañar que me repitiera la cuestión en un alemán e italiano tan torpes que incluso yo logré entenderla. Conforme al carácter suizo y en vista de que no me decidía, se dedicó a atender a otro cliente hasta que la cobardía se impuso con holgura a la temeridad y respondí que no.

Ahora me arrepiento. Sobre todo desde que Marc Giraud le sostuvo la inquisidora mirada hasta que se vio obligada a apartar los ojos, avergonzada. Estoy casi seguro de que ahora ella sospecha que el estirado francés es su admirador secreto, y me maldigo por mi estupidez.

De inmediato, me siento tentado a enviarle un correo electrónico indicándole que, a la mínima oportunidad, este aprovecha para llamarle a sus espaldas Dicke Bertha (Berta la gorda), un juego de palabras bastante chusco que hace referencia a un mortero de asedio empleado en la Primera Guerra Mundial que era conocido por este nombre.

Cada vez que le escucho insultarla así, me domina la tentación de estrangularle con el cable del teclado o reducirle la cara a pulpa a golpe de monitor extraplano, y no me contengo más que porque eso me pondría en evidencia y me convertiría en el hazmerreír de todo el laboratorio. Además, Bertha no está gorda. Es cierto que no responde a los cánones actuales, que no permiten otra cosa que huesos y pellejo, pero incluso Marc, con todas las bromas que hace a su costa, no puede evitar, más a menudo de lo que cree, dirigir una mirada a sus rotundas curvas, en particular cuando alguna prenda ajustada pone de manifiesto la generosa contundencia de sus formas. No obstante, aunque lo estuviera, a mí tampoco me importaría. Algunos planteamientos se alzan por encima de cualquier postulado, y la belleza de Bertha es mi único y particular axioma.

Bertha vuelve a observarle y él reincide en sostenerle la mirada, ¡maldita sea! Me planteo seriamente enviarle el dichoso mensaje, si bien de una forma anónima, quizás con una ventana emergente o algo parecido. No sería difícil pero me delataría: no en vano, soy el ingeniero de sistemas asignado al proyecto y el único del departamento que sabe algo de informática que no sea abrir el procesador de textos o la hoja de cálculo.

Debo actuar de inmediato, y hago lo primero que se me ocurre. Saco una impresión de una de las ventanas del programa en el que estoy trabajando y me acerco a su mesa para consultarle una menudencia, aprovechando para situarme entre ella y el engreído francés y cortar esa odiosa línea visual que está experimentando más tráfico del deseable. A menudo me valgo de esa inocente añagaza para disfrutar de una privilegiada perspectiva desde la que contemplar su escote. Hoy me responde con apatía, y resulta evidente que desea quitarme cuanto antes de en medio, meta que no le supone mucho esfuerzo conquistar.

No puedo consentir que esto ocurra. Entonces la solución se muestra ante mis ojos, evidente. El grupo al que pertenezco se dedica a acelerar partículas subatómicas a una velocidad de vértigo (si los contribuyentes europeos conocieran el importe de nuestra factura de la luz, no dudo que nos echarían a todos de un puntapié en el trasero hasta el fondo del lago Lemán) y después hacerlas chocar contra otras para observar los diagramas que producen los impactos, y de ahí tratar de dilucidar los misterios de la materia. A mí me parece una estupidez: lo encuentro equivalente a pretender estudiar un jarrón haciéndolo añicos y después fotografiar los pedazos; pero por algo soy informático y no físico cuántico, así que no me hagan mucho caso.

Bertha es justo la que se dedica a analizar las figuras que trazan las partículas al aniquilarse, algo semejante a una estrella. Sólo tengo que manipular el programa que traza las trayectorias para que curve las mismas hacia abajo siguiendo una trayectoria hiperbólica, hasta que se crucen. Pruebo el algoritmo en mi terminal con uno de los impactos almacenados de la semana pasada y el resultado es perfecto: en lugar de dibujar una estrella, los quarks, mesones y muones componen en mi monitor algo parecido a una serie de corazones concéntricos, una figura que, a pesar de su cursilería, posee una indudable belleza, y me siento orgulloso de mi obra. Dudo si debiera añadir algo más a la imagen, quizá un «Ich liebe dich» (te quiero), incluso mi firma, pero albergo la certeza absoluta de que Bertha es lo bastante inteligente como para entenderlo sin estas burdas pistas, así como para concluir que las rosas rojas ha debido enviárselas la misma persona.

El zumbido de los transformadores y los compresores de refrigeración indican que el acelerador se encuentra en proceso de arranque y que apenas restan unos minutos para el comienzo del experimento. Me apresuro a compilar el programa y rellenar el archivo resultante con basura hasta que ocupe el mismo tamaño que su predecesor. También manipulo la fecha del mismo para que mi actuación resulte indetectable.

Entonces aparece Darío y se acerca a ella. Esto no puede deparar nada bueno. Me imagino la cara del director del proyecto al contemplar los corazones en lugar de neutrinos y antipartículas huyendo del punto de impacto, tal como me tocará hacer a mí mismo cuando la mirada de Bertha me fulmine por haberla dejado en evidencia delante del jefe. Para colmo de males, parece que el ensayo de hoy va a ser diferente, y no sé qué hablan de un receptor en Gran Sasso.

Me apresuro a intentar dejarlo todo como estaba antes, pero el cortafuegos impide el acceso al sistema mientras dure la prueba, lo que no debiera suponer obstáculo para alguien como yo. Y no lo constituye, si bien con el apresuramiento, en lugar de la versión adecuada de la subrutina, he colocado una antigua, repleta de errores. De nuevo a causa de las prisas, realizo la transferencia en sentido inverso, borrando mi copia de la aplicación correcta.

Me sudan las manos y se me comienza a ir un tanto la cabeza, como si me hubiera tomado tres vodkas dobles de un trago y sin respirar. Entonces Darío descuelga el teléfono y lo pone en modo manos libres. Alguien, por el altavoz responde en italiano.

¡Piensa! ¡Eso es! La semana pasada hice una copia de seguridad del sistema, así que me afano en buscar en ella el archivo díscolo, ¡aquí está! Cuando acabo de localizarlo, unos gritos al otro lado de la línea, proclaman que los neutrinos se han adelantado sesenta nanosegundos, justo antes de que envíe el programa adecuado a la localización de la que nunca debiera haber salido.

Mientras me aseguro de eliminar todas las trazas que ha dejado mi manipulación en el registro de eventos del sistema, todo en el laboratorio bulle de puro alborozo. Estos cretinos piensan que de verdad los neutrinos que han enviado a Italia han viajado más rápido de lo que lo hubiera hecho la luz, si es que le hubieran dado ocasión, y se felicitan y palmean las espaldas. Uno de los becarios se ha subido a la mesa y grita: «¡Chúpate esta, Einstein!». Apenas el jefe del proyecto persiste en contemplar la pantalla, aún dominado por el escepticismo y reticente a abandonarse a la euforia.

Entonces observo que Marc se aproxima a Bertha, que lo abraza con toda naturalidad, y sus manos se apoyan en la curva de la espalda más bajas de lo que recomendaría la decencia; justo cuando sus redondeces se aplastan contra él, siento en mi interior el veloz impacto de los neutrinos.

Juan Carlos Garrido nació en Ávila en 1965. Cursó estudios de ingeniería de telecomunicación y se gana la vida en el ámbito de la automatización industrial. Comenzó a escribir más por mera curiosidad que por otra causa, por ver si era capaz de acometer tamaña tarea. Su primera novela, «Sombras chinescas», fue finalista del premio Planeta 2005. Dice ser un autor tardío diletante y autodidacta. Ha resultado ganador del I premio nacional de microrelatos Hipálage 2007, del premio internacional de pensamiento del concurso internacional de microtextos «Garzón Céspedes» 2008 y 2009, del segundo premio internacional de narrativa «La barca de la cultura» 2009, del premio de relato fantástico Gazteleku de Sestao 2010 y del certamen Carmen Martín Gaite 2011, así como finalista del premio de microficción «Garzón Céspedes» 2007, del IV certamen de literatura hiperbreve «Pompas de papel» 2007, del concurso literario Bonaventuriano 2009, del premio «Miguel Artigas» 2009, del Premio Ciguñuela 2009, de los certámenes Carmen Martín Gaite 2009 y 2010, del certamen de relatos históricos Hislibris 2010, del certamen de relatos para contar en tres minutos «Luis del Val» 2010, del I certamen literario Ex Novo 2010 y del certamen Torremocha 2010.

Aquí, su primera aparición en Axxón.


Este cuento se vincula temáticamente con OBSERVADOR, de Ángel Aliaga; EL HOMBRE ATÓMICO, de Cristina Lasaitis; y CONFIRMADO: LOS NEUTRINOS RESPETAN EL LÍMITE DE VELOCIDAD (Noticia de Axxón).


Axxón 233 – agosto de 2012

Cuento de autor europeo (Cuentos : Fantástico : Ficción especulativa : Física : Experimentos : España : Español).

4 Respuestas a “«La velocidad de los neutrinos», Juan Carlos Garrido”
  1. Ana dice:

    Me gustó mucho la narración. Es inteligente y tiene gracia

  2. Gustavo dice:

    Muy bueno el cuento, se nota que el autor luchó muchas veces con problemas informáticos :)

  3. Muchas gracias por vuestras palabras. Esta es mi primera publicación en Axxón y celebro de veras que os haya gustado.
    Un caluroso saludo desde España.

  4. JFB dice:

    Muy buena historia, e impresionante currículum! Nada es por azar. Seguro que una cosa llevó a la otra, y viceversa.

  5.  
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