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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

ARGENTINA


Ilustración: Guillermo Vidal

—Nave Iota 444, dirigirse a Palka. Cambio de rumbo ordenado por Comando Supremo. Repito. Nave Iota 444 dirigirse a Palka. Cambio de rumbo ordenado por Comando Supremo.

Quien pilotaba la nave comprobó que la frecuencia era la correcta, por lo que contestó de inmediato.

—Nave Iota 444 responde. Mensaje recibido. En rumbo hacia Palka.

Mientras decía esto, quien pilotaba la nave comenzó a corregir el rumbo. La pantalla de su ordenador le indicó que estaba en el camino correcto, pero el mapa de la ruta le alertaba sobre otra cosa.

—Tiempo estimado de arribo, una hora.

—¿Tiempo estimado?

—Debemos desviarnos y volar sobre Hidda, donde hay lluvia. Los dirigibles son muy sensibles al viento.

—Lo sé, Nesa. Por eso tienen autorización de una ruta directa.

—¿De veras? Control Aéreo, confirme lo que acaba de decir.

—Que la orden del Comando Supremo es que se te habilite el paso por la Zona Prohibida.

Nesa quedó conmovida, pero su rostro no evidenciaba nada. Sólo una pausa de silencio indicaba que la súbita habilitación la había desconcertado.

—¿Nesa?

—Tiempo estimado, veinte minutos.

—De acuerdo. Lástima que tus patrones no podrán bajar a tierra.

—¿Partiremos de inmediato?

—Apenas suban dos pasajeras. Ellas te darán las próximas coordenadas. Dile a esos inútiles que intenten bañarse, por lo menos. Son gente muy importante.

—Comprendido.

Nesa cortó la comunicación y, mientras se aseguraba que la nave iba en el rumbo correcto, tocó un timbre en forma tan prolongada que llegó a oírse en el puente de mando. Momentos después, llegaba un hombre gordo, casi viejo, con trazas de dormido, sujetándose el pantalón.

—¿Qué sucede, Nesa?

—En veinte minutos estaremos en Palka. Prepárense tú y Brurt, porque subirá gente importante.

El hombre gordo quedó como golpeado, eran demasiadas novedades para su cerebro aún embotado. En eso entró al puente de mando otro hombre de una edad similar al anterior, completamente desnudo.

—¡Kibo, mi amor! ¿Qué pasa?

—Nuestro robot timonel se ha vuelto loco. Dice que vamos a Palka… en veinte minutos. ¿No es así, Nesa?

—No estoy loca, Kibo. Han llamado hace un momento. Debemos levantar a dos pasajeras y ellas nos dirán a dónde debemos llevarlas.

—¿Desde cuándo los pasajeros ordenan el rumbo? —protestó Kibo, molesto.

—Son muy importantes. No puedes saberlo, pero si te asomas al panel de mando, verás que estamos pasando por la Zona Prohibida.

Esa afirmación acabó por despejara a Kibo y a Brurt, quienes se pusieron a ambos lados de Nesa, mirando aterrorizados la pantalla. Nesa no perdió la serenidad.

—Nos han autorizado, no hay duda. Así que ya saben, nada de andar desnudos y besarse en la boca. Para desnuda ya estoy yo.

Los dos hombres, con el miedo en todo su cuerpo, fueron de inmediato al interior. Nesa quedó pensativa.

Quien la viese, vería una hermosa y exuberante mujer apenas cubierta por unas pocas piezas de tela traslúcida en los lugares más estratégicos. Para sus adentro pensó si la harían vestir a ella también. Deberían traerle, entonces, una ropa que a bordo no existía.

Desde que se había convertido en Nesa había languidecido en un prostíbulo de mala muerte en un puerto de dirigibles, recibiendo el entusiasmo de los clientes que no podían creer en su buena suerte.

Generalmente a esos prostíbulos llegaban robots con alguna avería en su piel sintética, alguna mutilación, alguna disfunción no del todo grave o una programación demasiado elemental, pero que los convertía en inadecuados para los prostíbulos de dirigentes.

Y de golpe, les caía una robot no sólo entera y resistente, sino que parecía de las destinadas a amancebamiento de un dirigente, ya que su programación era —creían ellos— extremadamente sofisticada.

Así había estado en ese prostíbulo aproximadamente doscientos años, hasta que una peste causó una gran mortandad en el personal masculino. Entonces cerraron el puerto y la pusieron como timonel en el dirigible Iota 444, una ruina de nave que apenas servía para misiones de correo y transporte de pasajeros más que económico.

Tal tipo de nave sólo necesitaba de dos tripulantes humanos para corregir los automatismos de los robots timoneles; pero al ser Nesa tan sofisticada, las tripulaciones se dedicaban a la holganza, cuando no al manoseo de Nesa y a retirarla de sus funciones de vez en cuando para que cumpliera su antiguo oficio. Todos la hicieron pilotear desnuda y, cuando llegaban a un puerto, era el puente de mando más visitado mientras sus tripulaciones la pasaban en la cantina.

Así había sido por otros casi cien años, hasta que habían llegado el capitán Kibo y su segundo Brurt.

Nesa no demoró en darse cuenta de que ellos eran diferentes.

Fueron los únicos que la hicieron vestir mientras navegaba, aunque con la única ropa que pudieron encontrar… que era como si no la tuviera. Fueron los únicos que no la manosearon ni la sacaron de su función, porque ellos se entendían entre sí.

Un secreto que ella compartió, pues le significaba un respiro entre tanta mugre. Un secreto que, de revelarse, llevaría a Kibo y Brurt a una horrible muerte. Si en algún tiempo de la perdida historia humana se toleró la existencia de parejas de un mismo sexo, el ascenso de los mares creó una crisis mundial que hizo volver a la barbarie y a las tiranías, las cuales condenaron como siempre toda variante del amor que no fuese el admitido.

Bien lo sabía Nesa, ya que ella no era un robot ordinario. Tenía, sí, un sofisticado cerebro positrónico; pero sólo como auxiliar. La verdadera conducción de semejante cuerpo estaba en un cerebro humano al cual se había dotado de inmortalidad y se había colocado en el pecho de ese cuerpo mecánico.

El cerebro de un hombre, no de una mujer. El cerebro de un hombre, un condenado de conciencia, sufriendo el escarnio de las peores prácticas a las cuales la ralea humana somete a las mujeres. El hombre sólo agradecía que ese cuerpo careciese de sensibilidad, de otro modo habría muerto de dolor y asco en los doscientos años que generaciones de embrutecidos hombres habían hecho de él cuanto les vino en gana.

Nesa prefirió no recordar el triste pasado, que volvía a ser presente cada vez que tocaba puerto y que, si algún día se descubría el secreto de Kibo y Brurt, se volvería presente en plenitud porque el dirigible sería asignado a otra tripulación.

Dado que el dirigible se mantenía sin problemas en el rumbo, comenzó a reflexionar sobre los acontecimientos recientes.

Para haber autorizado un vuelo sobre la Zona Prohibida, las pasajeras deberían ser muy importantes. Pero ¿qué harían tales personajes en la ruina que era su dirigible? ¿Por qué ascender como pasajeras, cuando tales privilegiados disponían de transportes privados?

Si algo había aprendido Nesa en todo ese tiempo, era que de los dirigentes siempre cabía esperar lo peor.

Si hubiese podido, Nesa se habría reído a carcajadas. Kibo y Brurt habían intentado ponerse sus uniformes de gala, pero habían engordado y apenas les prendían las chaquetas. Era patético verlos contener la respiración para evitar un desgarro del velcro que dejase en evidencia los vientres prominentes.

No hubo pausa alguna. Apenas bajó la rampa, subieron las dos pasajeras. Eran dos religiosas enfundadas en negros hábitos. Una de ellas llevaba la voz cantante, en tanto que la otra marchaba cabizbaja ocultando su rostro. La mayor encaró a Kibo.

¿Partamos de inmediato y vayamos hacia el oeste. Cuando estemos sobre el mar le daré más órdenes.

No dijo más. Ambas mujeres fueron al camarote, Nesa operó sus controles y puso el rumbo pedido. El dirigible se elevó sobre el puerto seguido por la mirada decepcionada de muchos de los hombres que habían querido pasar el rato con un robot tan codiciado.

Ambas religiosas se apersonaron en el puente. La de más jerarquía se acercó a Nesa y le levantó la cabellera de la nuca. De inmediato, Nesa supo que la religiosa tenía un dispositivo que había entrado en comunicación con su cerebro positrónico, cambiándole la programación. Comenzó a sentir que su rostro podía ya tener mayores gestos que los de una prostituta en éxtasis. Miró, por primera vez en mucho tiempo, con extrañeza.

—Listo —dijo la mujer—. Ahora tendrá más autonomía y menos restricciones.

—¿Menos restricciones para qué?

Por toda respuesta, la mujer digitó en el tablero de comandos y la pantalla mostró unas coordenadas.

—Ése es el nuevo destino.

Nesa aún no podía tener control de su nueva facultad de expresar a través del rostro, por lo que el mismo se contrajo en una mueca de horror.

—¡La Isla Capital!

—No tiene por qué preocuparse, Kovalik. Este vuelo está autorizado. Por supuesto que es secreto.

La había llamado «Kovalik». Era su nombre, su propio nombre, un nombre que hacía centurias ni siquiera escuchaba. Miró con severidad a la mujer.

—Supongo que ustedes no son religiosas.

—Acertó, Kovalik. Mi nombre no importa, sólo que soy de Servicios Especiales del Estado.

¡Servicios Especiales del Estado! Algo que implicaba secuestros, torturas, asesinatos y todo tipo de monstruosidades. Kovalik, ya no Nesa, se tocó su brazo y pudo comprobar con alivio que aún conservaba la insensibilidad… pero nada detendría a estos monstruos si decidían emprenderla directamente contra su inmortal cerebro humano. Temió por su destino.

—¿Qué… qué han hecho con Kibo y Brurt?

—Ese par de mariquitas duerme en su camarote. No tenemos órdenes de matarlos.

Kovalik miró severo a la mujer, comprobando que poco a poco estaba recuperando el control de sus expresiones.

—¿Ustedes sabían?

—Lo sabemos desde hace tres años.

—Pero…

—Vino una orden directa de la Capital, que no los molestáramos y los asignásemos a esta nave.

—¿Por qué? Por lo general, cuando se los descubre, se los mata de una forma horrible.

—No sé, yo no discuto órdenes. Aunque confieso que no me molestaría encargarme en persona de ellos.

La sonrisa siniestra del monstruo que era esa mujer puso a prueba la capacidad de control de Kovalik, pero salió airoso.

—Supongo que tampoco sabe a qué vamos a la Isla Capital.

—No, no consideraron necesario informarme; pero tengo órdenes de dejarlo a solas con mi acompañante para que ella le explique mejor.

Recién entonces, Kovalik reparó en la otra «religiosa» que se había mantenido aparte, con la cabeza gacha y la capucha cubriéndole la cara. La mujer monstruo se retiró y la silenciosa se colocó frente a Kovalik. Unas manos delicadas aparecieron bajo el hábito y volcaron la capucha hacia atrás. Kovalik debió echar mano a todo su autocontrol para no saltar.

—¡Dagse!

Era el rostro de su mujer, Dagse, también detenida y sometida a la misma pena. Por lo que había sabido, le habían dado un cuerpo de mujer, no de hombre, y la habían llevado al prostíbulo de la explotación minera de Famtin, donde estaban los hombres más embrutecidos del planeta. Por una extraña piedad no los habían puesto juntos, quizá para que la visión de los mutuos escarnios no impulsase un deseo de muerte que superase los resguardos de los cerebros positrónicos.

—¿Eres… tú?

Dagse tenía una expresión de infinita pena.

—Soy yo, mi amor.

—¿Cómo es posible, Dagse?

—Ellos me rescataron, ya no podían darme un cuerpo nuevo, pero me pusieron en este otro robot…

—Con tu rostro y tu cuerpo…

—No, no del todo.

Dagse abrió su hábito de religiosa y mostró un cuerpo de robot sin revestimiento. Las únicas partes con aspecto humano eran la cabeza y las manos. Kovalik se crispó de impotencia.

—Dicen que me darán un revestimiento completo, tal cual yo era cuando joven; y lo mismo harán contigo.

—Estos miserables no hacen nada por gusto. ¿Qué quieren?

—No lo sé… me dijeron que tienen un problema que sólo tú puedes resolver, pero no me dijeron cuál. Cuando hayas cumplido, nos darán los cuerpos.

—¿Y después qué? ¿Nuevamente a los prostíbulos? ¿O a trabajar en las minas?

—Me dijo que nos darían una isla… ya sabes. No necesitamos comer ni beber, no necesitamos dormir, soportamos la intemperie, nos recargamos con la luz. Sólo necesitamos el compuesto que mantiene vivos a nuestros cerebros. Nos darán una provisión abundante para un milenio.

—¡Ya veo, seremos reyes de esa isla! ¡Quizá una roca perdida en medio del mar! ¡Y tú llevarás la corona!

—No creo que sea para tanto, pero… Kovalik… no tienes idea de lo que he vivido estos trescientos años. No quiero volver… ¡Aunque nos den la muerte como premio, es mejor que volver! ¡Haz lo que te pidan, mi amor!

Kovalik miró a Dagse con severidad.

—Te juro que haré lo posible para que salgamos del infierno.

El dirigible se posó en la pista, las cuerdas fueron sostenidas por robots sirvientes. Se abrió la rampa y bajaron la «religiosa», Kovalik y Dagse. Lo primero que encontraron fue una réplica del robot que contenía a Kovalik.

—He aquí la nueva Nesa.

Mientras le quitaba las pocas prendas que Kibo y Brurt le habían dado para ponérselas a su robot suplente, Kovalik pensó que éstos tenían todavía un tiempo de vida extra. Era necesario que siguieran su rutina con otra Nesa, para que nadie sospechase de este cambio. Finalmente, Kovalik encontró otra vez a su robot desnuda, como tantas veces, pero en una circunstancia diferente.

—Ve al puente de mando y espéranos.

La nueva Nesa, ya semivestida, partió hacia la nave. La «religiosa» encaró a Kovalik.

—Bien, lo esperan. Me dijeron que usted conoce el camino. Debemos volver.

—¡Un momento!

La fuerte voz de Kovalik desconcertó a la «religiosa», quien hasta el momento había dominado la situación. Kovalik fue hacia Dagse, le quitó el hábito y quedó expuesto a la luz del día un robot con cabeza y manos humanas.

—Ella se queda conmigo.

—¡Pero eso es imposible!

—¡O ella se queda conmigo o nos volvemos los tres y su misión se va al diablo! ¡Elija!

La autonomía que le habían otorgado a Kovalik era más amplia de lo que él pensaba. En eso sonó el comunicador de la «religiosa». Ésta se tocó el oído, empalideció y luego se crispó de impotencia.

—Está bien, usted gana.

Y volvió sola a la nave. Dagse sonrió a Kovalik con picardía y ambos avanzaron hacia la entrada más próxima.

Los guardias miraron con asombro la escena. Una exuberante mujer desnuda y un robot con cabeza y manos humanas no era algo que se viera todos los días. La mujer exuberante caminaba con firmeza, como si conociese el camino.

Kovalik sonreía para sus adentros. Ya había recuperado el completo control de sus expresiones; no sólo para ocultar lo que sentía, sino también para expresar lo que convenía aunque no lo sintiese.

Hasta que llegaron a un desvío y Dagse se detuvo vacilante. Kovalik siguió unos pasos para comprobar que el pasillo se detenía en una pared, tras la curva. Kovalik miró en derredor con extrañeza, y vio un guardia que se acercaba.

—¿Dónde quieres ir?

—Soy Kovalik. El Tribunal Supremo me espera.

El guardia sonrió.

—Es por aquí, preciosa, por allí no llegarás a ningún lado.

Dagse emprendió camino por el otro pasillo, tras ella fue el guardia pero se hizo un lado para dejar pasar a Kovalik. Cuando lo tuvo al lado, sus manos se prendieron sobre los senos del robot, pero de inmediato las manos de Kovalik tomaron los brazos del atrevido y lo obligaron a arrodillarse, al tiempo que lo miraba con severidad.

—Ya basta de manoseo. Vuelves a intentarlo y recordarás lo que era tener brazos.

El guardia asintió aterrorizado, se adelantó a ambos invitados y señaló una puerta grande y ostentosa, luego se retiró casi corriendo, sin decir palabra.

Cruzó la puerta y allí estaban los tres, sentados en sus tronos sobre una tarima, mirando con soberbia a aquellos dos extraños visitantes. Estaban casi tal como Kovalik los recordaba. Casi, porque se habían modificado bastante.

Semerit, con uniforme militar de gala y un número semi discreto de condecoraciones, aparentaba ser un hombre curtido en la cincuentena, un rostro que traspiraba autoridad.

Dykalba, enfundada en su túnica de sacerdotisa, tenía el aspecto de una cuarentona de rostro grave, con una mirada que decía haber visto los confines de la última revelación.

Y Sowald, con el aspecto de curtida aventurera, de mujer aún joven y bella, pero con sobrada experiencia en todo.

Tres robots perfectos para ser los avatares de los tres dirigentes ocultos. Tres robots cuya única función era transmitir órdenes a los dirigentes de primera línea. Ningún dirigente de segunda o inferiores líneas los veía, salvo que fuese en la instancia previa a los verdugos. Sólo sus imágenes estaban distribuidas en todos los centros oficiales del planeta.

Kovalik los vio y no vaciló en entregarles una sonrisa que transmitía burla y desprecio.

—Bienvenido, Kovalik. Nos alegra verte.

—Quisiera poder decir lo mismo, Semerit. Pero hay algo que me disgusta.

—¿Qué es lo que te disgusta?

Kovalik señaló al cuerpo que lo contenía.

—Yo no tengo otro remedio, pero ustedes sí. Creo que nos conocemos bastante para que no me obliguen a conversar con muñecos.

Los tres personajes se estremecieron y, sin darse cuenta, miraron instintivamente a Dagse, quien parecía desconcertada. El primero que saltó fue Semerit.

—¿De veras necesitamos a este idiota? ¡Enviémoslo con su mujer a las minas de Famtin!

—¡No! —saltó Sowald—. ¡Lo necesitamos!

Sowald hizo una pausa mientras se serenaba.

—Sabemos quién es Kovalik. Sabemos que, si bien lo hemos liberado de algunas restricciones, tenemos nuestros seguros —remarcó lo último—. Creo que puede entrevistarnos tal cual somos ahora.

—De acuerdo —acotó Dykalba—. Pero sólo él. Dagse, tú te quedarás aquí esperando.

Dagse asintió en silencio. Dykalba miró con soberbia a Kovalik.

—Cuando se abra la puerta, cruza el jardín. En el otro extremo encontrarás un pequeño edificio, allí nos verás.

De súbito, los tres robots quedaron inmóviles y una puerta lateral se abrió. Kovalik entró y quedó sorprendido.

Él, en otros tiempos, había conocido ese valle que, en realidad, era el cráter de un volcán apagado; ahora se encontraba con un jardín exuberante lleno de humanos desnudos que lo miraban con curiosidad. Era como el Edén, pero sin la caída del hombre. Ninguno superaría los cuarenta, algunas mujeres estaban encinta, también había niños, una pareja copulaba a la vista de todos sin que pareciese preocuparle a nadie. Y todos, todos, respondían a un único canon de belleza.

El único detalle artificial era que, por encima del follaje, se podía ver una cúpula transparente que dejaba pasar la luz del sol pero protegería de las inclemencias del tiempo.

Ante Kovalik se abría un sendero que decidió seguir. A mitad de camino saltó sobre él un joven ansioso que comenzó a copular de pie con el robot. Kovalik no reaccionó por la sorpresa; iba a proceder castigando al ansioso, pero el joven ya había terminado y se deslizaba agotado hacia el suelo. Vio que sólo era un inocente, como todos aquellos que lo rodeaban curiosos. Se deshizo de él y continuó su camino, al tiempo que se preguntaba el motivo de esta colonia nudista.

La respuesta no tardaría en aparecer.

Llegó a la construcción, en realidad, un recinto sin techo pero alto, de paredes lisas y una puerta de gran seguridad. Alguien no quería ser molestado por los inocentes del Paraíso.

La puerta se abrió sola y Kovalik entró. Había un recinto con una mesa y dos camas grandes, más un sintetizador de alimentos de los mejores y una puerta que, sin duda, daría a los controles con los cuales se operaban los robots avatares.

También había tres seres humanos. Un hombre joven, una mujer joven y una púber que apenas estaba saliendo de la infancia, pero ni rastros de los verdaderos dirigentes. El Joven y la Joven yacían en la cama, acostados y abrazados, en tanto que la Púber estaba de pie.

—¿Dónde…?

—Aquí, Kovalik —dijo el Joven—. Soy Semerit.

—Y yo soy Dykalba —afirmó la Joven.

—Y yo soy Sowald —completó la Púber.

Kovalik no se preocupó por disimular su desconcierto.

—¿Robots? ¿Como yo?

—Humanos. Cuerpos humanos con toda la sensibilidad que se pueda tener —dijo Semerit al tiempo que comenzaba a acariciar a Dykalba. Ésta lo contuvo.

—¿No lo recuerdas? Los experimentos de traslado de la mente de un cuerpo a otro. ¡Los supervisaste!

—Pero… era imposible…

Semerit se rió.

—¡Era imposible en ese momento! Pero yo seguí los experimentos a tus espaldas. Resolví el problema de la compatibilidad, sólo había que destruir todo recuerdo en el receptor, ponerlo en blanco, para que lo que fuésemos pudiese pasar al cuerpo nuevo.

—¡Eso lo sabía! —contestó Kovalik con acritud—. ¡Por eso precisamente me opuse! ¡Darte un nuevo cuerpo significaba matar a un ser humano, aunque su corazón siguiese latiendo!

—Demasiados escrúpulos, como siempre. ¡Pobre Kovalik! ¡Mira, tengo la sabiduría de siglos y el cuerpo de un adolescente! ¡Llevo más de cien cuerpos cambiados! ¡Soy inmortal!

—Dudo que seas sabio, Semerit. Puedes haber aprendido mucho, pero no eres sabio. Un sabio no haría lo que haces.

Dykalba torció la boca con desprecio.

—Demasiada filosofía, Kovalik. Esa fue tu perdición.

—Supongo que esos jóvenes y niños que he visto afuera son su… banco de reserva.

—Tú lo has dicho. Los cuidamos bien, pero no los usamos a todos. Algunos llegan a los cuarenta, pero sólo si no tienen achaques. Siempre hay cuerpos jóvenes, mira a Sowald. Se le ocurrió recordar cómo era estar sin senos. Quiso volver a vivir cómo le crecían.

Sowald dio una vuelta sobre sí misma, mostrando ese cuerpo sin formas donde los senos recién comenzaban a aparecer.

—Eso no me priva de pasarla bien, no sé si me entiendes.

—Por supuesto… —ironizó Kovalik— ninguno intentó pasar a un cuerpo de otro sexo.

—La degeneración está prohibida —respondió Dykalba en forma seca.

—Lo sé… menos para mí, que tengo este cuerpo. Confieso que, si cuando todavía era humano hubiese visto alguien así, le habría sido infiel a Dagse. Pero vivirlo ha sido difícil y desagradable.

—Eso puede cambiar, Kovalik. Podemos hacer que tu mente pase a uno de estos jóvenes…

Dykalba y Semerit miraron con severidad a Sowald, quien no cambió de expresión. Kovalik hizo un gesto negativo.

—Prefiero la primera oferta, la que me transmitió… Dagse. Robots de nuestros respectivos sexos para ambos, y con la imagen que teníamos entonces. No recuperaré mi humanidad siendo tan inhumano como ustedes.

Hubo cierto alivio en Dykalba y Semerit. Sowald se limitó a encogerse de hombros.

—Como quieras. Ahora escucha nuestra propuesta. ¿Has oído hablar de «Balaba»?

—¡Quién no! Confieso que no conozco su sabor, pero es la bebida que más se bebe en el mundo, para ser una bebida sin alcohol. ¡Hasta los borrachos la toman! No existía cuando… cuando yo todavía era humano.

—La fabricamos nosotros, en el otro sector de la isla.

—¡Como si no tuviesen el poder absoluto sobre todo! ¿También lo tienen en ese negocio?

—El dinero no nos interesa. Sólo lo usamos para distribuir el Factor «T».

Semerit había dicho lo último. Kovalik ya no pudo contenerse y avanzó sobre él con intenciones homicidas, pero de inmediato quedó paralizado. Sólo sus ojos parecían tener autonomía. Semerit se le acercó con tono burlón.

—Te dije que teníamos nuestros seguros, Kovalik. Uno de ellos es que, ante cualquier ataque a cualquiera de nosotros, tu cuerpo deja de pertenecerte.

Semerit comenzó a manosear ese cuerpo exuberante y paralizado ante la mirada de disgusto de Dykalba, quien sólo intervino cuando Semerit amenazó con una penetración anal.

—¡Ya basta!

Semerit se retiró con disgusto, mientras Sowald se acercaba con un dispositivo que colocó bajo la nuca de Kovalik.

—Ahora podrás hablar, pero es mejor que no puedas moverte. Escucha lo que diremos. La planta de «Balaba» funciona de forma automática desde hace más de doscientos años. Cada botella de bebida sale con una mínima proporción de Factor «T», la suficiente para inducir un retraso mental. Cuanto más beben, más tontos se ponen.

—Eso fue hasta hace tres años —agregó con disgusto Semerit—. Comenzamos a ver que no todos se volvían tontos, incluso algunos estaban dando muestras de cierta inteligencia.

—Se me ocurrió revisar —intervino, amarga, Dykalba—. Descubrí que la unidad proveedora de Factor «T» había sido reemplazada por otra que proveía Factor «R».

Aún dentro de su parálisis, Kovalik sonrió.

—¡Ya veo! ¡Ya no gobiernan una legión de brutos! ¡En algunos años se enfrentarán con gente que les dará problemas!

—Sólo si no nos ayudas, lo que puede ser muy malo para ti y para Dagse.

—Hay algo que no entiendo. No es ninguna ciencia reemplazar la unidad proveedora. ¿Para qué me necesitan?

—No es tan sencillo. Quien hizo el reemplazo colocó un cierre especial. Está unido a un detonador y no podemos desarmarlo.

—Tampoco podemos desconectar las cargas: están puestas de una forma tal que detonarían al menor intento de desarme.

—Y volará toda la planta, la planta que provee al mundo entero de la bebida.

—¿Volaría también toda la isla?

—No, he estimado que sólo la planta. En el jardín y la antesala sólo tendríamos una sacudida.

—Bien… quieren que yo… desarme la bomba y salve la planta. ¿No es así?

—No sólo eso. Queremos que descubras quién hizo esto. Hemos revisado a nuestro personal humano y semi-humano, pero no hemos encontrado ningún sospechoso.

—Y no conviene desesperarlos —intervino Sowald—. Nuestros seguros podrían no funcionar, sobre todo con el verdadero culpable. Entonces se me ocurrió convocarte. Fuiste uno de los nuestros…

—Nunca sería como ustedes.

—De acuerdo, pero te agradará dejar el destino que te dimos.

—Por supuesto, estoy harto de este cuerpo y de todas las consecuencias que me trajo.

—Entonces manos a la obra. Cuando termines…

—¡No!

Los tres quedaron desconcertados ante la súbita negativa de Kovalik.

—No tanto apuro, amos del mundo. Me tienen en sus manos y no tengo más remedio que obedecer, ya que las cosas se pueden poner peor para mí y para Dagse.

—Tienes toda la razón.

—Pero como no tendrán una población mundial de genios, no todavía, primero harán esos robots y nos darán esos cuerpos a Dagse y a mí. Como éramos. Recién entonces comenzaré a resolver este problema.

—¿No confías en nosotros?

—Confío más en los lagartos venenosos de Komda.

—Bien, les daremos los nuevos cuerpos. ¿Qué impediría que, una vez resuelto nuestro problema, los pongamos de nuevo en estos cuerpos?

—Me arriesgaré, no tengo otra alternativa. Al menos por un tiempo habré sido libre.

—Sea, Kovalik. Tendrán los nuevos cuerpos.

—Otra cosa. Dagse no se separará de mi lado, aunque sólo esté mirando.

Los tres se miraron entre sí y asintieron.

Kovalik se miró en el espejo y su mente volvió trescientos años atrás. Así era, joven, en su plenitud, cuando había egresado de la Escuela de Ingeniería Avanzada. Ya se había casado con Dagse, había conocido a la fría Sowald, al hiperestimulado Semerit y a la incontenible Dykalba, estos dos últimos almas gemelas en todo sentido.

Juntos habían configurado una empresa que comenzó a parir un avance tras otro, hasta que se dieron cuenta de que, con algunos de sus descubrimientos, podrían imprimir un rumbo nuevo al mundo.

Parecía un clisé, pero estaban en condiciones de armar los dispositivos necesarios para ser invencibles ante cualquier fuerza. Y lo lograron.

Para ese entonces, los polos se habían derretido y los mares elevados habían acabado con la civilización. Entonces ellos hicieron su entrada en escena, reorganizando, imponiendo, reconstruyendo dentro de lo posible, transformándose en algo más que los salvadores de un mundo civilizado; en los arquitectos de lo que debería ser un mundo mejor.

Kovalik tendría que haberse dado cuenta de que sus socios ya aspiraban a algo completamente diferente cuando descubrieron el Factor «T», un compuesto químico que provocaba un lento deterioro de las facultades cerebrales. Él mismo impulsó la producción del Factor «R», otro descubrimiento que tenía el efecto contrario. Produciendo Factor «R» era posible lograr que el hombre mejorase sus capacidades, que nuevos cerebros privilegiados aportasen al bien de toda la humanidad sobreviviente.

Debía haberse dado cuenta de que tanto poder había cambiado a sus socios… o los había delatado. Las discusiones sobre cada descubrimiento se volvían más agrias, ya que él se empeñaba en prevenir los riesgos implícitos en cada avance.

No se dio cuenta y pagó las consecuencias. Su última acción como humano fue acostarse a dormir con Dagse. Cuando despertó, ambos estaban metidos en robots hembras de cuerpos exuberantes, completamente dominados por sus antiguos amigos.

No tuvieron siquiera la piedad de matarlos, los condenaron a una vida horrible y degradante. Los separaron y él nunca supo más de ella.

Hasta que…

Sus pensamientos se interrumpieron. Por la puerta entraron Sowald, Semerit, Dykalba y Dagse… esta vez, completa. Kovalik sonrió con tristeza.

—Así te conocí.

Ambos se abrazaron, pero como robots que eran no podían llorar, aunque sus rostros respondieron a esa necesidad. Sowald los miraba con seriedad y tal vez algo de pena.

—Necesitamos ropa.

—¿Ropa? —preguntó, desconcertada, Dykalba—. ¡Kovalik, éstos son cuerpos artificiales! ¡Aquí en la Isla Capital sólo se visten los sirvientes!

—¿Acaso seremos otra cosa? ¡Vamos, con un par de monos bastará!

Semerit hizo un gesto de resignación.

—De acuerdo, los traerán; pero más vale que no haya más demoras.

—No las habrá, Semerit. Estamos ansiosos de reinar en la isla que nos den. Ella llevará la corona.

Dagse se limitó a asentir.

—Y yo vigilaré que hagan el trabajo —dijo, seria, Sowald.

—¿Te quedarás sola con ellos?

—No se preocupen; están los seguros.

Dagse observaba más atrás cómo Kovalik, con sus instrumentos de precisión, revisaba los detonadores, los contactos. Él permanecía callado, pensativo. Se daba cuenta de que el sistema antidesarme de la bomba, si bien era complicado, no lo era tanto como para que Semerit no pudiese resolverlo.

No el Semerit que él conocía, al menos. Tenía sus sospechas, pero las guardaba para sí.

De pronto sonó la voz de Semerit en un parlante.

—¡Sowald! ¡Sowald! ¿Estás bien?

Recién entonces reparó en Sowald, quien se retiraba de atrás de Dagse e iba hacia un intercomunicador en la pared.

—Estoy bien. ¿Qué pasa?

—¡Perdimos contacto!

—Debe ser un desperfecto. Luego haremos una revisión, no conviene interrumpir ahora.

Sowald cortó la comunicación y dejó a un costado un pequeño dispositivo. Kovalik se dio cuenta.

—Déjame adivinar. Tú cortaste… lo que hubiese que cortar.

—Dagse tenía un sistema de espionaje en su cerebro positrónico. Lo que ella veía y oía, ellos lo veían y oían también. Ahora ya no.

—¿Y yo no lo tengo?

—No lo creyeron necesario, si ya estaba el de Dagse. Ahora se están arrepintiendo, pero es tarde.

—El de Dagse… o como quiera que te llames.

Kovalik miró serio a Dagse. Ésta no pudo controlar la expresión de miedo que sus pensamientos imprimieron a su rostro. Sowald miró con sorpresa a Kovalik.

—¿Cómo supiste que no era Dagse?

—Royal Ludo.

—¿Qué?

—Un juego antiquísimo.

—¡Ay, ya recuerdo! Se jugaba con dados…

—Dagse y yo lo jugamos algunas veces. No nos entusiasmó mucho, pero nos dio una clave personal. Si yo le decía que ella llevaría la corona, ella me respondía que yo llevaría la pluma.

Kovalik se acercó al robot «Dagse», mirándolo con severidad.

—Dos veces le dije que usaría corona. Dos veces, pensando que no había captado la primera. Cuando no respondió la clave, supe que no era ella.

—Ella murió hace doscientos cincuenta y cuatro años. Unos mineros se la llevaron a la excavación de Famtin… y hubo una explosión. La protección fue insuficiente, su cerebro se desintegró.

Kovalik miró a Sowald, el rostro de la púber tenía una gravedad impensable en un ser humano de esa edad.

—Lo supe cuando los busqué a ustedes dos. Nadie se preocupó en informarnos que ella no vivía, pero tú sí, Kovalik. Entonces busqué a otra pobre desgraciada que hubiese sido implantada más o menos en la misma época. A Semerit y Dykalba no podía ocultárselo, si quería que ella se hiciera pasar por Dagse.

—¿Por qué, Sowald?

—A esta altura, Kovalik, puedes llamarme Daleta.

Kovalik y «Dagse» quedaron perplejos.

—Daleta es mi nombre… y aún no había madurado. Estos tres canallas, hasta el momento, habían transplantado sus mentes a cuerpos que ya tenían desarrollo hormonal. Hasta que a Sowald se le ocurrió volver a vivir su niñez, cómo era vivir sin senos…

Se acarició los senos que apenas estaban naciendo y sonrió.

—Qué pasó, no sé. Pero no pudieron borrar mi mente. Por el contrario, en mi cabeza entraron todas las vivencias de Sowald, todos los conocimientos… pero Sowald… se esfumó.

—¿Sabes, Daleta? Tengo ganas de reír a carcajadas… pero no quiero hacer un escándalo todavía.

—Si esperas dos horas, podrás hacerlo. En este momento, con su almuerzo, estos canallas recibirán una sobredosis de Factor «T». Cuando vayamos a verlos, serán dos cuerpos babeantes, con menos cerebro que una mosca.

—Supongo que, desde que te hiciste pasar por Sowald, les has dado secretamente Factor «T». De otra forma habrían comprendido que sólo uno de ustedes podía acceder a la planta; y este sistema sofisticado de detonadores no habría sido problema para el Semerit que yo conocí.

—Así es. Mientras tanto, fui inoculando Factor «R» en la bebida. Según mis cálculos, en veinte años los cerebros de la población se habrán recuperado; en cuarenta… en fin, lo lamento por Tika y Daibán.

—¿Quiénes?

—Los verdaderos dueños de los cuerpos que ahora ocupan. Daibán era mi hermano, pero ya no está ahí.

—Lo siento.

—No te preocupes. Ellos serán los últimos.

Daleta miró severa a «Dagse».

—Ni siquiera para tí. No sacrificaremos a nadie más.

Recién entonces «Dagse» habló.

—¿Por qué no me das el cuerpo de Dykalba?

—¡No sabes lo que dices! Un cerebro que ha recibido una sobredosis de Factor «T» es inútil para ese procedimiento.

—No entiendo…

—Antes de borrarle las memorias, se les da una dosis mayor de Factor «R» que refuerza las sinapsis. Sólo entonces admite la nueva mente. No, no me pidas que sacrifique a nadie más.

—¡Entonces dame la muerte!

—Si la quieres te la daré, pero no todavía.

«Dagse» miró a Daleta con furia. Ésta no cambió de expresión.

—Primero te daré la venganza.

—¿Qué venganza? ¡Ellos están muertos, o lo estarán en unos momentos!

—Su obra no. Su obra monstruosa sigue. Y si este mundo pierde este control, se destruirá. No, «Dagse». Yo puedo manejar mi avatar, pero no puedo manejar los tres a la vez. Necesito quienes los manejen y que sean de confianza.

—¿Esperas que gobernemos al mundo como ellos lo hacían?

—No, no como ellos. Ya la población está recuperando sus facultades, pero no del todo. Debemos conducir este planeta a un despertar calmo, sin las guerras que siguieron al derretimiento de los polos. Esa es una tarea de años… y nosotros tres la podemos hacer. Kovalik… era lo que querías. ¿No es así?

—Trescientos años tarde, con mucha muerte y amargura… pero vale más comenzar ahora.

—¿Y qué harás tú, Daleta? —preguntó Dagse—. Ese cuerpo no durará para siempre.

—Es mi cuerpo. Hay formas de prolongar la vida. Aún cuando sea una anciana, estaré lúcida. Ustedes seguirán vivos para entonces. Este mundo caminará solo. Ya no habrá cerebros humanos instalados en robots. Nos encargaremos de que los Servicios Especiales se destruyan entre sí sin saberlo. Incrementaremos la calidad de vida de la gente… mientras me dé la vida tendré esta tarea.

—Espero que recuerdes antes de morir.

—¿Recordar?

—De darnos la muerte. Ya hemos sufrido demasiado.

—Si te parece ajustaré un dispositivo a los latidos de mi corazón. Cuando él se detenga, emitirá una señal para su fin… para entonces estaremos retirados.

—¿Ya habrán almorzado aquellos dos?

—Es posible. Vamos a ver, que nos espera un gran trabajo por delante.

—¿Y qué hay de las cargas? ¿No podría un accidente volar la planta? La necesitamos para distribuir el Factor «R»…

Daleta sonrió irónica.

—¿Qué tanto puede explotar el jarabe de fruta?

Esta vez, Kovalik no se privó de reír a carcajadas.

Fernando José Cots Liébanes, escritor, guionista de teatro y cine, cineasta, docente nacido en Córdoba, Argentina, el 1º de Junio de 1950. Es Licenciado en Cinematografía, 1989, recibido en el Departamento de Cine y TV, Escuela de Artes, Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Nacional de Córdoba.

De sus ficciones, hemos publicado en Axxón: QUILINO, CARACOLES, LA NOCHE DE LA RATA, RECHAZO, OBERTURA PARA DIOSES LOCOS, PROCÓNSUL, LA TRAMPA, SI MARTE FALLA, LOS INVASORES DEL SÁBADO, MADUREZ, RADIO MALDITA, LOS APESTADOS DE TANIT, DONACIANO, CONVOY y CLOTILDE.

También publicamos sus ensayos y artículos LAS MALAS COPIAS, ECOS Y SILENCIOS, EL GRAN HERMANO Y SUS MODELOS REALES, EL TRISTE OFICIO DE WINSTON SMITH y LAS GRANDES DUDAS DEL PLANETA ROJO.


Este cuento se vincula temáticamente con EL ÚLTIMO, de Sergio Sangiao Filgueira; TODOS NOSOTROS, ZOMBIES, de Luis Saavedra; LAS CLOACAS DEL PARAÍSO, de Rodrigo Juri y
UNA EN UN MILLÓN, de Rodrigo Juri.


Axxón 235 – octubre de 2012

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Ciencia Ficción : Distopía : Reemplazo de cuerpos, Robots, ciborgs : Argentina : Argentino).

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