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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

ARGENTINA

 

 


Ilustración: Pedro Belushi

Trabajar en una sala de refugiados cronotemporales siempre es duro. Podés ver la confusión en sus caras, asomando constantemente. Las preguntas, interminables, que inundan su mente como loops perennes. Pero por encima de todo eso siempre está la duda, sobrevolándolo, impregnándolo todo como una marca de agua indeleble. El miedo a preguntar, a resolver los interrogantes. A exponerse. ¿Estaré en el lado correcto? ¿Estaré entre amigos?

Para eso son las salas de refugiados. Casi nunca tienen heridas de gravedad. Llegan cuando ya se recuperaron físicamente y acá les enseñamos a confiar. Le decimos que están en su tiempo. Que los rescatamos y los trajimos a casa. Que pueden relajarse, abrirse, contarnos lo que piensan porque están de este lado, entre amigos.

A veces lo logramos.

Yo mismo soy un caso de éxito. Una vez estuve del otro lado, fui un refugiado, y según dicen uno de los más confundidos. Mis compañeros tardaron en hacerme abrir los ojos para que los reconociera.

Claro que los refugiados siempre son agentes. La gente común nunca sufre estas conmociones. Ellos no saben nada de los dos bandos enfrentándose a través del tiempo, tironeando de la realidad para un lado y para el otro, así que no necesitan discernir con cuál de los dos están lidiando.

El trabajo en las salas es voluntario. Nadie está obligado a trabajar en ellas. Yo alterno mis visitas con el trabajo de campo porque la confusión vuelve humanos a los agentes. Verlos desvalidos me baja a tierra, me recuerda por qué hacemos lo que hacemos.

También tengo otras razones, más egoístas si se quiere, en este momento en particular, aunque siempre sea difícil definir este momento en particular para nosotros.

—Mi loop traumático avanzó veinte frames —me dice Lara, poniéndome el pad frente a los ojos apenas me ve.

En la pantalla veo a Lara —la versión onírica de su memoria traumática, recobrada noche tras noche— saliendo de la zona de una explosión tras un atentado, rodeada de gente común y corriente. Es el momento en que los agentes saltan al campo para asistir o rematar a los agentes afectados. En el loop de Lara, la acción avanza cuadro por cuadro, con una lentitud exasperante —como su tratamiento—: de pronto tres agentes la rodean, dos por atrás y uno por delante. Los de atrás son un hombre con uno de esos cortes medio retro —el pelo peinado con gomina— y una mujer de pelo lacio oscuro. Se acercan a ella con intenciones poco claras, aunque sus rostros permiten ver —cualquiera lo puede ver, no hace falta ser un experto— que son poco amigables. El agente de adelante permanece casi todo el tiempo en el borde difuminado del cuadro, como si no se decidiera a entrar. En realidad, cualquier agente de campo lo sabe, lo que está haciendo es «hipnotizar» a su víctima, en este caso Lara. No porque esté bamboleando un reloj dorado frente a sus ojos, simplemente genera contacto visual con ella, la distrae para que los otros actúen por detrás.

Los frames avanzan agónicamente lentos. Los agentes —el hombre de gomina y la mujer morocha— se acercan paso a paso con la mirada fija en la nuca de Lara. No recuerdo hasta donde llegan en lo que me mostró la última vez. Si sé —si es un recuerdo genuino y no inducido— que no llegaban a tocarla.

Esta vez tampoco. De pronto una figura se entromete en la escena, entrando de frente a ella. Son apenas doce frames —de los veinte nuevos—, medio segundo, pero se desplaza a tal velocidad que en ese breve tiempo —breve según el punto del observador, claro— sobrepasa al agente en sombras y casi llega hasta Lara. En su actitud solícita se percibe claramente que es amigo. Y que soy yo.

Miro a Lara y le sonrío.

—Y el loop se va a seguir poblando de estos —me señalo sobre el pad— y despoblando de estos —y señalo a los tres agentes desconocidos.

Por primera vez en dos meses, Lara me sonríe. Casi puedo ver a mi compañera de campo en ese gesto, y la emoción se me inflama en el pecho, amenaza con saltarme a los ojos pero la controlo. La primera enseñanza a los voluntarios es que no tenemos que dejarnos llevar por sentimientos previos. Para no traspasar su intimidad emocional tenemos que tratarlos como si fueran enfermos de alzheimer que no recuerdan nada.

Pero que Lara siga avanzando en su loop traumático quiere decir que se está abriendo. Que está volviendo a confiar. Y se supone que a partir de ahí todo va a ser más rápido. Quiere decir que hay esperanza. Que puedo recuperarla. Ella estuvo para mí hace un año, cuando me trajeron de vuelta y ahora yo estoy para ella.

—Permisoooo —dicen desde atrás y me doy cuenta de que estamos parados en la puerta de la sala. Lara me atacó con su pad sin dejarme entrar siquiera.

Me muevo de la puerta, llevando a mi ex compañera hasta un costado, y Clarissa entra llevando a un hombre desmayado en una silla de ruedas. Sin darle tiempo a terminar de entrar, Lara da un paso al frente y la interpela.

—¿Por qué está así? ¿De dónde lo traés? ¿De cuándo?

Clarissa es otra agente voluntaria, aunque no tiene vínculos con ninguno de los residentes. No trabajamos juntos en el campo aunque a menudo coincidimos en la sala. Y es más que evidente que a Lara no le simpatiza.

Me acerco a Lara, dispuesto a tranquilizarla, a explicarle quién es Clarissa, que si hubiera querido lastimar al agente no lo hubiera llevado ahí, etcétera —la lógica es lo único que permite a los residentes salir de sus dudas— pero Clarissa se me adelanta:

—Viene de una zona neurálgica, las hebras temporales antagónicas se mezclaron hasta generar una implosión —explica, sin apasionamiento ni enojo por la desconfianza—. Leo estaba en el punto efímero exquisito y fue el más afectado. Ya pasaron dos semanas objetivas y todavía no despierta. Lo traemos a la sala a ver si el contacto humano ayuda…

Y luego sigue llevando al paciente hacia el centro de la sala, donde otros internos coinciden, aunque sin hablar demasiado entre ellos, claro.

—Eso no fue muy polite que digamos —le digo en voz baja a Lara.

Ella abre la boca, va a decir algo y después la cierra. Algo cambia en sus ojos y sé que son dos pasos atrás después de dar uno al frente. Desconfía de Clarissa y como yo la defiendo, desconfía de mí.

 

 

Me vuelvo a cruzar con Clarissa afuera de la sala, cuando ya me resigné y salí a fumar.

—Entré en el momento menos oportuno —me dice cuando sale y me ve ahí parado, charlando con Jano, un agente con quien participamos en varias misiones.

—No es tu culpa. Lara todavía no cruzó el umbral de confianza. Está ahí nomás pero se resiste. Y si no lo cruza por sí sola…

—…No sirve, claro —termina mi frase—. Es duro. Sobre todo cuando son conocidos. Por eso yo prefiero trabajar con desconocidos. En fin —dice, sacando un bloc espiralado de notas y un lápiz de una bandolera que lleva colgada—, tengo que volver a lo mío.

—¿Una misión de campo? —pregunta Jano, más por acotar algo que por curiosidad supongo.

Yo dejo un día mínimo entre el voluntariado y alguna misión, para despejarme, para volver a enfocarme. Pero cada uno hace de su culo un pito… Jano es de los agentes más duros que hay, así que no me extrañaría que el mismo día que le lee algo a un refugiado se meta en un atentado a dispararle a una decena de infiltrados. Dicen que tiene el mejor promedio de tiro justamente porque lo disfruta. Porque no duda…

—No exactamente —contesta Clarissa—. Por ahora estoy asignada acá —hace un gesto que abarca las oficinas—. Me engancharon para unas reuniones que están por arrancar…

—Claro. Hoy se juntan todos los jinetas —dice Jano, tocándose el hombro.

—Sí —pone cara de fastidio—. Les juro que preferiría visitar dos focos de cronoatentados uno detrás del otro antes que esto… —vuelve a mirar su reloj—. Bueno, me voy. Nos vemos —me dice—. Un gusto —le dice a Jano, a quien evidentemente no conocía.

Se va taconeando apurada por el pasillo, los rulos castaños agitándose a cada paso.

—No sé cómo hacen para correr con esos tacos —dice Jano, aunque los dos le estamos mirando el culo—. Seguro es una de esas minas que las arregla para estar divina hasta en misión de campo.

—Seguro que sí —digo yo, pero la culpa me hace volver a pensar en Lara—. El jefe me dijo que si en dos semanas más no hay cambios sustanciales —y sin decirlo los dos sabemos que con ese eufemismo se refiere al alta final—, tendré que buscarme otro compañero.

—¿Ya lo estás trabajando? —me dice Jano, y cabecea hacia el lugar por el que se perdió Clarissa.

—¿Qué? No… —digo cuando caigo en lo que dice.

Y es verdad, ni se me ocurre pensar en Clarissa. No sé cuál es su situación. No la conozco tanto y nunca hablamos de su trabajo de campo, así que no sé si tiene compañero asignado. Pero jamás podría tomar a alguien que genera tanto rechazo en Lara. Aunque no sea su culpa.

Mientras hablamos caminamos por el pasillo, que desemboca en la nave central del edificio. Las salas de reunión están ahí. Clarissa está parada con uno de los jefes. Hablan algo —ella escucha y toma nota— y después entra apurada en una sala que hormiguea de gente. Justo antes de que se cierre la puerta, veo que mete la lapicera en el anillo espiral del bloc y con un gesto casual tira el cuadernito debajo de la mesa que ocupa el centro de la sala.

La puerta se cierra y yo me quedo helado.

La explosión me empuja tres metros hacia atrás, pego de espaldas contra la pared y resbalo hasta el piso alfombrado.

El aturdimiento me dura un par de segundos. Me levanto y corro hacia la sala de reuniones. Otros agentes se me unen. La puerta absorbió casi todo el impacto y cuelga de una sola bisagra. Tiro hacia fuera con ayuda de otro y despejamos la entrada.

La vista adentro es espeluznante. Donde antes había un mundo de actividad ahora hay un vacío total. No queda gente, no hay muebles, parte del piso desapareció y uno de los ventanales está destruido. El viento que entra a presión, excesivo hasta para un piso 16, agita los cables pelados de las lámparas que ya no están y unos pocos papeles que revolotean antes de caer por el hueco del medio.

—Dios mío —digo desde la puerta. No se me ocurre otra cosa.

La pantalla de bioscanner de la sala dice que diecisiete personas fueron eyectadas. Expulsados a espaciotiempos desiguales. Con suerte, en una pieza. Me pregunto si Clarissa es uno de los diecisiete, aunque ya sé la respuesta.

Jano entra corriendo a la sala y eso me espabila. Lo sigo mientras camina pegado a la pared, por el borde del piso, hasta la ventana. Nos asomamos juntos y el viento nos obliga a entrecerrar los ojos. En la calle la gente huyó al oír la explosión pero alcanzamos a ver una mujer taconeando hasta perderse en un callejón.

—Hija de puta —dice Jano, y se tira desde la ventana.

Por la altura que tenemos, está obligado a abrir su paracaídas apenas salta y eso hace. Pero al llegar a mitad del recorrido, en vez de bajar el paracaídas comienza a ganar altura otra vez. Después de saltar Clarissa dejó abierta una microsingularidad a media altura. Eso explica el viento, por diferencia de presión. Seguro linkea a un punto de alta montaña. La singularidad se va a cerrar por sí sola, pero le va a dar el tiempo de escapar.

Dos agentes más saltan mientras yo intento decidirme. Los dos terminan flotando en sus paracaídas apenas unos metros por debajo del nivel del piso en el que estamos.

Entonces salto yo. Apunto mi cabeza hacia el colchón de tela blanca y no abro el mío. Reboto contra uno de los paracaídas, al caer por el costado veo a Jano que me mira con los ojos bien abiertos. Sigo cayendo, el pelo latigueando contra mi cara y mis ojos y me pregunto si no habré errado el cálculo. Entonces el viento baja su intensidad y tiro de mi cincha.

El paracaídas se abre casi cuando estoy en el piso. Ruedo de costado para minimizar la fuerza del impacto pero estoy seguro que un par de costillas me van a pasar factura esa noche y varios días más. Me levanto, me suelto el chaleco y corro hacia el callejón donde Clarissa desapareció. Miro un segundo hacia arriba. Jano parece más cerca de la calle, quizá por debajo del nivel de viento. La singularidad pierde intensidad o mi caída desinfló su paracaídas lo suficiente como para permitirle superarla.

Atravieso el breve callejón y salgo a una plaza seca. Del otro lado, veo a Clarissa manejando un auto blanco cabriolet, los rulos castaños al viento, una sonrisa de satisfacción en los labios.

Hija de puta, pienso como Jano, pero no lo digo, guardo aliento. Salgo corriendo en la dirección en la que va el auto. Sé que dependo de semáforos, del tránsito, de las vueltas que dé, pero no me queda otra. Corro como si se me fuera la vida en los pies, con la energía que me da la bronca. Convierto la furia asesina en velocidad.

Me pregunto qué es lo que más violencia me genera y me doy cuenta de que no es el atentado en sí sino todo lo previo. El tiempo de infiltración que fue tiempo robado. El abuso de confianza. ¿Hace cuánto me cruzo a Clarissa en la sala de refugiados?

Dos veces estoy a punto de perder el auto y dos veces me salva el rojo de un semáforo. Pero el cansancio se empieza a hacer sentir. Las piernas aguantan pero me estoy quedando sin aire. Si supiera adónde vamos podría radiar para que supriman el flujo en las coordenadas. Solo el tiempo necesario para que yo llegue caminando. Pero no tengo idea de adónde vamos. No me queda otra que correr.

Y corro. Corro.

Hasta que ya no puedo más y necesito frenar, apoyar las manos en las rodillas para recobrarme, el aire rechifla cuando se mete a la fuerza en mis pulmones vacíos…

El auto blanco pone balizas y se mete en el estacionamiento de un restaurante.

Me enderezo y camino, despacio, mientras me recupero del ahogo, me concentro en bajar mis pulsaciones y amartillo la pistola a mi espalda.

—Estoy con alguien —le digo a la chica que sale a recibirme al entrar y sigo caminando con la pistola escondida entre la ropa.

El salón está en penumbras a pesar de ser pleno mediodía. Un lugar ideal para los que buscan intimidad. Amantes en secreto o conspiradores del tiempo. Veo los rulos en la única mesa donde hay más de dos personas. Clarissa me da la espalda y preparo la pistola, el dedo en el gatillo.

Pero no disparo por la espalda. No es mi estilo. Necesito que me apunten para disparar. Necesito una excusa, así de cobarde es mi conciencia.

Así que me acerco hasta ponerme al lado de ella. Esperando su reacción ante mi presencia. Los otros dos, un hombre y una mujer, son los primeros que me ven. Me sonríen, casi una especie de saludo con las copas con las que están brindando, seguro me confunden con alguien más.

Pero su mirada atrae la de Clarissa, que se da vuelta lentamente. Ella sí va a reaccionar. Primero voy a tener que matarla a ella y después a los otros, pienso mientras termina de girar la cabeza, me mira y me sonríe.

—¡Hola! ¡No se suponía que llegaras tan temprano, pero bienvenido! —me dice y eso me desarma.

Juro que no entiendo nada.

Guardo la pistola en el bolsillo sin que la vean. Las caras de los otros dos me suenan de algún lado. Las recuerdo. Son los agentes del loop traumático de Lara. ¿Por qué están acá? ¿Cómo es que me conocen?

Clarissa termina de servir otra copa y la pone en mi mano. Brindo lentamente chocando copas con los tres, mientras mi cabeza corre a mil. Si me confunden con alguien de su lado, ¿por qué no aprovecharlo? Puedo obtener información de sus planes, de sus instalaciones…

Pero no puedo pensar, las ideas se apelmazan y se anulan unas a otras.

Pelo engominado dice algo y los tres se ríen. Tomo de mi copa para disimular que no entendí el chiste y un ruido a vidrios rotos llama mi atención. Algo cayó encima de la mesa detrás de mí y derribó el centro de mesa al piso. Un libro sobresale en medio de los pedazos de vidrio. Lo recojo. La tapa muestra una estrella roja sobre fondo azul: La alternativa del diablo. Jano es fanático de Frederick Forsyth, del siglo XX.

Levanto la mirada, buscándolo. Lo descubro tras la baranda de madera torneada del piso de arriba. Los ojos le brillan, fieros. Me vio brindar con el enemigo. No sabe qué pensar.

Yo tampoco.

Quiero avisarle que no dispare, que puedo sacar provecho, seguirles la corriente, pero sé que es cuestión de tiempo para que salte y abra fuego. Quizá también contra mí.

Y mientras espero que salte, trato de decidir contra quién voy a disparar yo.

 

 


Hernán Domínguez Nimo nació en Buenos Aires en 1969. Es redactor publicitario por la simple razón de que donde se siente a gusto es frente a un teclado o un papel. Como nunca consideró lo literario como una profesión (ya conocemos la situación de la Argentina, donde la ciencia ficción tiene miles de seguidores pero la industria editorial no lo aprovecha), es de los que escribe y escribe sin pensar que el objetivo del cuento no sea el hecho mismo de ser escrito. Tiene decenas de cuentos “cajoneados” que nunca se preocupó por publicar. Hace algunos años empezó a enviarlos a concursos de ciencia ficción del exterior. En 2002, «Gérmine» fue finalista en el Terra Ignota de México y posteriormente publicado en la revista 2001, de España. En 2003, «Moneda común» fue ganador del Concurso Fobos, Chile. Y desde entonces nadie ha podido detenerlo, por fortuna. Pasó por NECRONOMICÓN de Venezuela, PÚLSARES de Chile, ALFA ERIDIANI de España, etc., etc., etc.. Pueden ver el detalle de años previos en la Enciclopedia. Hace muy poco tiempo salió a la venta su libro Si algo está muerto no puede morir, publicado por Textos Intrusos.

Hemos publicado en Axxón sus obras NO, GRACIAS, CAMBIO, HASTA LA SIGUIENTE, VIAJE AL PASADO, EL MORADOR, EL GUASÓN, FINAL INCIERTO, MOTORHOME, MALOS PENSAMIENTOS, EL NÚMERO UNO, CAMINATA LUNAR, LA PRIMERA VEZ, EL DUEÑO DEL BARRIO, CON UN PIE EN LA TRAMPA, MORIR DE TRISTEZA, RAÚL, EL OTRO, ROBO HORMIGA, A LA DERIVA y A SUS HUESOS SE LOS LLEVARÁ EL VIENTO.


Este cuento se vincula temáticamente con BORGEANO, de Daniel Vázquez y Alejandro Alonso, y LETICIA EN EL REFLUJO DE LA MAREA, de Alejandro Alonso.


Axxón 273

Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Ciencia Ficción : Viaje en el tiempo, Traición, Guerra : Argentina : Argentino).

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